La zona cero en tres pinceladas

La zona cero en tres pinceladas

Por décadas los ha inspirado el movimiento del Santiago más céntrico. En lienzos y por medio de distintas técnicas, han registrado a punta de pinceles sus rincones, sus edificios, a sus residentes y a sus visitantes. Pero el 18O cambió el paisaje que conocían. Los llevó a ocupar nuevos colores, a dibujar bajo nuevos ánimos y sentimientos, los incitó a incorporar figuras, personajes y, en algunos casos, mensajes que antes no estaban en su radar. Aquí, tres retratistas de la zona cero cuentan sobre el Santiago post-estallido que registran hoy.

Crédito: Carlos Solar Barrios

⏰ 7 minutos de lectura

Pablo Fernández, 56 años, pintor en Plaza de Armas.

Por Antonia Galilea @antogalilea

“Llevo 22 años trabajando como pintor en Plaza de Armas, no como artista callejero. Hago esta diferencia porque los artistas callejeros deambulan por los lugares, pero nosotros estamos en un lugar establecido, siguiendo reglas municipales e internas.

Me ubico en el módulo 7, frente a la Catedral de Santiago. Desde niño iba a este lugar y siempre me llamó la atención que se pudiera ver el trabajo y creación de una obra de principio a fin. Me gustaba estar atrás del pintor viéndolo desarrollar su obra. Ahí comencé a conocer a los artistas.

En algún minuto, uno de los pintores, con quien había entablado una relación, me dijo: ‘pero ven po’, instálate y arriésgate’. Yo le dije que no tenía permiso, a lo que me respondió: ‘qué te preocupas, yo te doy permiso’.

Dejé mi trabajo botado y me instalé. Fue muy difícil en un comienzo. Tenía miedo escénico, de que la gente que observaba opinara mal o bien sobre lo que hacía. Afortunadamente, lo superé y me empezó a ir bien.

Pinto distintas temáticas en óleo sobre lienzo. Lo que más me apasiona es pintar caballos y figuras humanas, pero el fuerte de Plaza de Armas son los paisajes. He retratado situaciones significativas que han ocurrido en la ciudad. Creo que el estallido social ha sido el hito más importante dentro de mi quehacer artístico.

Fueron obras que he pintado sin pensar en si le iban a gustar o no al público. Las hice pensando en dejar un legado. Que haya un reconocimiento de lo que pasó y quede grabado en nuestras memorias. Por ejemplo, no hay nada plasmado en obras de arte de lo que sucedió para el Golpe de Estado. Ahora tenemos esa libertad de hacerlo sin que haya represión.

Vivir del arte ya es difícil, y pintar estas temáticas es aún más arriesgado. Fui el único en Plaza de Armas que pintó estas situaciones. No fue fácil, pero me encantó. El primer cuadro que pinté se llama ‘Contingencia Chile’, postal que plasmaba el escenario de una manifestación en el lugar. Se comenzó a difundir en redes sociales y mandé a hacer afiches de esta obra que se vendieron en gran cantidad. Actualmente, el cuadro original está en el Museo de la Memoria.

Comencé retratando una ciudad con grafitis, mensajes, lienzos y rayados con las consignas propias de las manifestaciones. También, retraté a figuras y símbolos que surgieron en el estallido, pero siempre tratando de plasmar ambas visiones que existen en un país polarizado. Pinté al ‘perro matapacos’ y al ‘paco’ siendo apedreado.

A pesar de las repercusiones positivas que estaba teniendo, el estallido social nos afectó fuertemente. Tuvimos que dejar de ir a nuestros puestos. Luego, llegó la pandemia, por lo que busqué otras alternativas para comercializar mi arte. Empecé a vender mis cuadros por Facebook, en un sitio llamado Marketplace, y me fue muy bien. Esto se fortaleció en la pandemia pero, con la vuelta a la presencialidad, volví a Plaza de Armas.

Lamentablemente, Plaza de Armas está peor que nunca. Se ha transformado en un nido de delincuencia, comercio ilegal, prostitución, venta de drogas, peleas… Se volvió peligrosa.

Tengo planes de abandonarla y pintar privadamente. Suelo pintar mucho, así que prefiero hacer menos cuadros pero de mayor calidad. Creo que, lamentablemente, plasmar lo que sucede hoy en la plaza no sería un cuadro comercial. Y yo vivo de lo que pinto…”

Carlos Solar Barrios, 72 años, acuarelista en barrio Lastarria.

Por Francisca Cares (@whocaresfran) y Amanda Contreras (@amand4.c0m)

“Desde que llegué de Europa estoy en Lastarria, hace cinco o seis años. Siempre he estado en la misma esquinita con mis pinturas.

Tengo una sensibilidad enorme con la esquina de Lastarria con Villavicencio. Desde que era adolescente me reunía aquí con mis amigos. Antes había una panadería donde me instalo ahora. Con ellos veníamos a hacernos los sandwiches aquí.

Cuando comencé a pintar y a vender mis trabajos, tuve problemas de salud como consecuencia de la exposición al óleo. El médico me dijo que no pintara más, que me podía morir. Ahí partí con la acuarela. En esa época, nadie pintaba en acuarela. La hallo muy sutil, es una técnica bien difícil, pero como la domino bien, me divierto mucho.

La ciudad estéticamente es bonita, Santiago es muy lindo. Eso pinto yo. Lamentablemente, después de ese 18 de octubre echaron para abajo muchas cosas que existían y que ahora ya no están.

La verdad yo nunca retrato la ciudad ni muy sucia ni muy limpia. Intento hacer lo que yo siento, como me gustaría que fuera. En mis pinturas sigue siendo el mismo Santiago. El encanto está aún después del estallido. No creo haber dejado una huella del estallido con mis pinturas. Yo pinté siendo testigo, salí a la avenida a mirar, a participar, por la parte buena, pero cuando llegó la violencia ya no lo hice más.

Las acuarelas del estallido eran bien surrealistas, con colores explosivos, cálidos, como rojo, amarillo, distintos a mis otras pinturas. Lo que más trabajé fue el color y también acudí al arte figurativo: gente con los ojos reventados, el guanaco de carabineros disparando. Yo realmente sentía lo que estaba aconteciendo, lo que estaba pasando, pero no sé cómo descifrarlo en palabras.

Si bien, no he tenido problemas, un día el guanaco me mojó las obras. Eso fue al comienzo y fue la única vez. Pero las pinturas las tengo protegidas con una lámina de celofán, no les pasó nada, se salvaron.

Hoy Santiago está medio pesado, medio violento y personalista.

La gente ha cambiado mucho, pero no sé… esperemos a que eso ya no sea así. Mi intención es hacer algo bueno, y algo bueno pasa con lo colorido, con cosas alegres. Para eso necesitamos reírnos, que el alma esté abierta y que podamos captar esos momentos”.

Andrés Bretoto, 50 años, dibujante y acuarelista de Lastarria.

Por Joaquín Aravena @negritoo_aravena

“Llevo más de 30 años pintando y dibujando, más de la mitad de mi vida. Pero aquí en Lastarria con Merced llevo siete años.

A diferencia de varios artistas que han ido surgiendo los últimos años, yo soy un poco más viejo, tengo un poco más de experiencia, de vivencias.

Presencié muy de cerca las protestas de los años ochenta, en plena época universitaria, con esa rebeldía y activismo típicos de la juventud. Ahora, décadas después, me tocó vivir un proceso similar, pero desde otro rol, otra mirada, más calmado y reflexivo, lo que no me salvó de quedar atrapado en alguna oportunidad entre un grupo y un zorrillo y comerme todas las lacrimógenas.

El estallido social representó un salir de la comodidad en la que estábamos y comenzar a pensar. Fue un grito desesperado, como la obra de Edvard Munch.

La mayor parte de mis trabajos están basados en la vida urbana y en esos pequeños rincones de las grandes ciudades que están llenos de historias. Son los que no salen en la tele, por lo que me fue inevitable dedicar algún trabajo a este fenómeno que estábamos viviendo.

Me acuerdo de un retrato del ‘perro matapacos’ que realicé. Le gustó harto a la gente. También hice una representación de esta nueva ‘Plaza Dignidad’ y el futuro que veía en ese entonces, lleno de colores.

Antes del estallido siempre percibí Lastarria como un barrio tranquilo, donde convivían distintos tipos de persona, pero cada uno hacía su vida, cada uno andaba por su cuenta. Tras el estallido, se empezaron a formar grupos, la mayoría conformados por cabros jóvenes que eran los más activos.

Tras la euforia del estallido, empecé a percibir un miedo generalizado en la zona, lo que, de cierta manera, unió al barrio. Se creó una junta de vecinos, una de quiosqueros, otra de vendedores… Todos estaban muy asustados por la situación del país. Había incertidumbre. Por otro lado, la vida del barrio casi que murió por cierto tiempo, principalmente porque ya nadie visitaba la zona. Tomó varios meses que volviera esa vida.

Hoy el barrio está mucho más unido que antes. Los grupos que se conformaron siguen activos. El estallido hizo que, por ejemplo, un par de vecinos que nunca se había hablado, se relacionara entre sí. Esas relaciones siguen vigentes hoy.

A pesar de estar en la zona cero, no me vi ni tan afectado ni tampoco sentí tanto miedo. A lo largo de mi vida ya me había tocado estar y presenciar momentos sociales o revoluciones de este estilo.

No cambió tanto mi técnica tampoco. Siempre he pintado con colores llamativos.

Aparte del dibujo, me gusta pintar con acuarelas y tintas, con colores puros y vivos. Y estas mismas técnicas son las que uso para plasmar Santiago en mis obras, antes y después del estallido, porque yo no creo que la capital sea una ciudad gris, sino más bien melancólica.

Comencé a ocupar ciertas frases, dibujos e ilustraciones que estaban directamente relacionadas con el estallido, buscando representar este momento histórico en mis obras.

Hoy estoy trabajando en un proyecto de arte personal que está muy relacionado con los tiempos que vivimos. Lo llamé la ‘Ciudad Gótica’ y prontamente verá la luz”.

Voces de la ciudad

Voces de la ciudad

Son personajes del Santiago más antiguo. Conocen, como pocos, la ciudad y a sus habitantes a fondo. Espectadores diarios de su transformación, en vez de trabajar en oficinas, ejercen su oficio a la intemperie, donde luchan por capturar la atención de sus clientes, peatones hipnotizados por las pantallas de sus celulares. Un lustrabotas del Paseo Ahumada, una quiosquera de la Alameda y un vendedor de mote con huesillos de Portugal cuentan cómo han sobrevivido al ánimo cambiante de la capital y el impacto que el estallido y la pandemia ha tenido en su cotidianidad.

⏰ 6 minutos de lectura

Juan Alarcón, 59 años, lustrabotas en el Paseo Ahumada.

Por Maximiliano Galleguillos @maaczee

“Llevo aquí 37 años luchando como lustrabotas en el Paseo Ahumada. En los años 80 y 82, tenía harta clientela. De ahí en adelante también, pero después empezó a disminuir principalmente con todo lo que está pasando: el estallido social y la pandemia.

El 18 de octubre de 2019, mientras atendía a un caballero, llegó el guanaco tirando agua a todas partes, sin importarle nada. Quedamos todos mojados y tuvimos que irnos. No se pudo estar. Después del estallido social no seguí viniendo acá. Venía a ratos. Un rato en la mañana y de ahí no se trabajaba más. Era muy peligroso. Meses después llegó la pandemia y peor aún. Para alguien que trabaja a diario, si esto te pilla sin plata, te deja “en pelota”.Por eso esto hace que termines preparado para cualquier cosa.

Ahora nadie viene. Nadie. Está todo cerrado. A los negocios y tiendas no les alcanza para pagar el arriendo y menos a los empleados. Después de todo lo que ha pasado quedaron en la quiebra. Hay épocas en que este lugar no ha tenido ningún alma en vida.

Como si fuera poco, ahora la gente ya ni usa zapatos: en cambio, casi solo zapatillas. Mientras más zapatillas salen, más baja la pega. También esto es una pérdida para uno que tenía a los trabajadores de oficina acá al lado, pero que no han vuelto por la cuestión online y porque ahora trabajan en la casa. Ya no quedan clientes desde finales de 2019 y aunque quedaran, tampoco usarían los tradicionales zapatos de oficina. Más encima ahora viene el verano… Todos usarán chalas y menos trabajo habrá.

Este último año, me he reinventado llegando temprano y gritando lo más fuerte posible para que la gente sepa que este oficio sigue existiendo. Si te pones a leer el diario o a conversar con el del lado, no viene nadie. Menos ahora que todos caminan mirando el teléfono y ni te dan bola. Tengo que estar no más. Si cae un cliente, cae no más. Y una vez que la gente te ve, empieza a volver.

Pero la verdad es que a pesar de que te reinventes, está muriendo la flor… Acá quedamos pocos, no más de seis o siete. Muchos lustrabotas se han buscado otra pega y este oficio lo han dejado de lado. ¿Qué sacan con venir si después no ganan? Es harta la inversión: Hay que comprar materiales para desmanchar, para teñir, para limpiar los zapatos y los distintos cueros.

Yo, por las mañanas, hago 15 o 20 luquitas, pero esto no alcanza para pagar las deudas, solo para la olla y algo para guardar. Por eso cuando está malo, tienes que gastar lo que guardas. Uno que ha vivido siempre de abajo, no vive con mucho. Me conformo con lo que tengo. Muchas cosas han pasado estos últimos tres años, pero yo sigo aquí. Uno no es igual que los de arriba, que ocupan un zapato una vez y los dejan tirados. Pandemia y estallido, ¡seguiré lustrando hasta que no me den las manos!”.

Marcela Padilla, 50 años, quiosquera hace 16 años a una cuadra de Plaza Baquedano.

Por: José Arriagada @_jose.tomas_

“Recuerdo que para octubre de 2019 empecé a ver cómo les pegaban a los carabineros. Iban los balines para allá, los hondazos para acá, los piedrazos, el gas tóxico de la bomba. Empezó a llegar mucha gente, acá era un mar de gente…

Nunca dejé de abrir el quiosco porque a mí nunca me hicieron nada. Nunca me robaron ni un solo chicle. Carabineros me ayudó. Pero a mí también los manifestantes me quieren mucho.

Me tuve que comprar unas repisas de vidrio para que el guanaco no me mojara el

producto. Ahora estoy sellada adelante. Estoy atendiendo solo por un lado. Por eso es que yo reclamé, y le dije a la alcaldesa que viera en las condiciones en las que estoy. No saco nada con comprar si en el quiosco no puedo tener mercadería adentro, porque me van a robar. Y no me roba el estallido: a mí me roba la gente pastera.

Mire cómo tengo mis piernas. Llena de piedrazos, me caí, ahí tengo un balín que saltó para arriba y nadie ha venido a preguntarme si estoy bien psicológicamente. Eso me da rabia. Una vez tuve que aguantar media hora que el guanaco me tirara agua en el quiosco, que me mojara. Es el momento más sufrido que he tenido en la vida. Perdí todo. Me intoxiqué, me sacaron a la rastra, todas mis cajas de Súper 8 quedaron mojadas. La gente se escondía detrás de mi quiosco. Muchos quiosqueros no lo saben. No vinieron a trabajar. Cerraron, se iban. Yo no, yo aquí luché y también estuve mal, no se vendían las cosas. La misma gente me hizo rifas, organizó cosas para mí.

Este mural (uno al frente del quiosco, proyecto de la municipalidad, en donde se ve el rostro de tres mujeres con colores distintos de piel) igual está hermoso.

Pero estoy enojada con él, porque él me ganó. Él no sabe lo que yo pasé aquí. Fue todo

rápido. Si van a arreglar las fachadas, tengo esperanza de que me van a cambiar el quiosco. Porque no puede ser que otros locales estén lindos, y mi quiosco, feo. ¿Por qué va a ser mi quiosco el patito feo? A mi quiosco le faltan los ojos (alude a las ventanas que no tiene) porque no tiene mirada”.

Alberto Escobar, 62 años, vendedor de maní y mote con huesillo en Portugal con Alameda.

Por Camila González @camii_gaa

“Yo no soy chileno. Soy argentino, vengo de Neuquén, Argentina. Llegué a Valdivia y estuve un año ahí. De ahí vine a Santiago, trabajé de guardia, después vendí completos por dos años, hasta 2000. Estaba desde las ocho y media de la mañana hasta las dos de la mañana, todos los días menos el domingo.

Después me quedé sin pega y de ahí empecé a trabajar vendiendo maní. Mi empleador me dijo ‘aprende a cocinar y quedas trabajando’, y en media hora aprendí a cocinar. Desde entonces llevo 22 años trabajando. Empecé vendiendo maní en invierno y mote con huesillo en verano.

Recorrí todo el centro con mi puesto: la torre Entel, Morandé, Huérfanos, Ahumada, Estado, San Antonio, Moneda, Portal Lyon y terminé acá en Portugal con Alameda, donde llevo 6 años. Todas esas eran patentes arrendadas, así que no se podía estar mucho en un lugar, pero esta es mía, aunque yo trabajo para un tercero.

Antes trabajaba de nueve y media a nueve y media, pero ahora llego a la una y trabajo hasta las siete y media. Cuando termina mi jornada, dejo el carrito y lo vienen a buscar desde la calle San Francisco, en el centro, en camión. Es muy pesado moverlo con el mote.

Me gusta trabajar en esto porque me gusta hablar con la gente, tener contacto. Es algo con lo que uno nace. En Argentina también trabajaba de puerta a puerta vendiendo todo tipo de cosas, incluso cosméticos.

Actualmente, el negocio está flojísimo. No hay plata, todo está aumentando y esto salva, pero ahí. Antes uno podía decir “Sí, gané”. Pero ahora te vas manteniendo. Está todo muy caro, los precios de acá también aumentaron. Hay gente que no puede pagar $1.900 por el vaso de mote. Pero si no lo respeto, esa plata me la descuentan a mí cuando voy a rendir. Hoy el negocio sí te da, pero no es tan rentable como era antes.

Como tengo un sueldo fijo, si vendo poco o vendo mucho, me da igual.Solo los sábados trabajo para mí, vendiendo maní en la feria. Y ahora quiero ver si puedo sacar la patente para vender mote también.

Para el estallido social estuve acá vendiendo todos los días, con las protestas. Lloraba por culpa de las lacrimógenas. Los chiquillos de la universidad venían a limpiarme los ojos con agua con bicarbonato, porque quedaba ciego. Trabajé todos los días hasta que empezó la pandemia, y ahí estuve fuera seis meses encerrado en la casa sin sueldo.

En ese período me mantenía con las cajas de mercadería mensuales que me enviaba mi empleador y con lo que yo tenía ahorrado. Tengo un sistema de vivir. Siempre he guardado para después, porque uno no sabe lo que va a pasar”.