Chile: la nueva tierra de las oportunidades para los colombianos

Debido a la crisis económica en España, hoy los colombianos llegan a Chile para trabajar y, con suerte, después de un par de años, volver con los bolsillos llenos a su país. Al menos, ésa es la idea. La realidad, en cambio, es así.

Por Consuelo Cifuentes

Era su última oportunidad. José Holguín –cuyo nombre, en verdad, es otro, pero él prefiere que se use éste en el artículo– llevaba quince días de viaje en bus desde que había salido de Cali. Después de cruzar Ecuador y Perú, intentó entrar a Chile por el paso Chacalluta, cerca de Arica, pero la policía le negó el ingreso. Con varios días sin comer y pensando en el tiempo y el dinero invertido, Holguín decidió seguir hacia Bolivia y, desde ahí, pagando coimas a funcionarios de aduanas, logró entrar a Argentina. Entonces viajó hasta Mendoza, donde esperó que tres compatriotas –a quienes había conocido en el camino– lo llamaran para contarle que estaban en Chile y, sobre todo, que ya le habían depositado los 550 dólares que entre todos habían reunido para cruzar la frontera, uno a uno, con dinero en efectivo en las manos.

En Mendoza, Holguín –alto, de piel oscura, cuerpo atlético– entraba y salía de su hotel, y daba vueltas por la ciudad sin hablar con nadie. No sabía qué hacer para calmar sus nervios. Hasta que sonó el teléfono: era su turno para continuar con la posta. Compró el pasaje de bus más caro que encontró, y viajó al mediodía para aparentar ser un turista más.

Cuando el bus llegó al Paso Los Libertadores, Holguín apenas controlaba sus nervios. “Si me devuelven de nuevo, ¿qué haré?”, pensaba mientras sentía que el corazón le iba a explotar en el pecho. En la fila de Policía Internacional había un grupo de suizos. Uno de ellos hablaba español y comenzó a hablar de fútbol con Holguín, quien de inmediato intentó alargar la conversación lo más posible, para aparentar que viajaban juntos.

Cuando llegó el momento de mostrar sus documentos, respiró profundo y trató de permanecer tranquilo.

— Buen día, ¿cómo está? — saludó Holguín con una sonrisa.

El policía no le respondió. Ni siquiera lo miró y, sin decir nada, le timbró el pasaporte.

Lo había logrado, Holguín volvió a respirar profundo. Tras casi un mes de viaje, dentro de un par de horas por fin estaría en Santiago.

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En abril de 2011, José Holguín fue sólo uno de los 6.721 colombianos que entró a Chile. En total, ese año fueron 90 mil los compatriotas de Holguín que entraron al país, mientras que el año pasado sumaron cerca de 100 mil. Según datos de Policía Internacional, el ingreso de colombianos a Chile ha aumentado alrededor de un 25 por ciento en los últimos dos años, y hoy ocupan el segundo lugar –tras los peruanos– de extranjeros que acuden a las oficinas de Extranjería a realizar trámites para obtener una visa de trabajo o de residencia.

Algunos colombianos comenzaron a mirar hacia Chile cuando empezó la actual crisis económica en España. Desde entonces, la nueva tierra de las oportunidades se trasladó desde Madrid a Santiago.

En Colombia, hasta hoy la leyenda dice que en Chile hay mucho trabajo y que se paga muy bien. El mito ha sido alimentado por los testimonios de aquellos que han venido y han tenido éxito. Ellos se han encargado de difundir las bondades de Chile a través de familiares, amigos y redes sociales. También ha ayudado que la tasa de desempleo en Colombia sea una de las más altas de la región, alcanzando –en promedio durante los últimos 24 meses– casi el 11 por ciento. Con ese panorama, la mayoría de los colombianos viajan a Chile con la idea de trabajar en lo que sea, ahorrar y, después de un par de años, regresar a su país para comprar una casa o comenzar un negocio.

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Fabián Rueda –piel morena, pelo negro, vestido con pulcritud– es comunicador profesional y llegó a Chile a “probar suerte por un tiempo”. Él decidió venir a Santiago porque sus dos hermanos, le contaron, habían tardado sólo una semana en conseguir un empleo. Hoy, aunque tiene un título universitario y en Colombia dirigía su propia página web de periodismo cultural, Rueda trabaja como asistente de bodegas en una empresa que fabrica etiquetas.

En Colombia, él vivía en Cali, capital del Valle del Cauca, la región más violenta y pobre del país, donde el 60 por ciento de la población vive bajo la línea de la pobreza. En un país donde la primera causa de muerte tiene relación con la violencia y donde hay 30 mil homicidios por año, “no es fácil vivir tranquilo”, dice Rueda, “ves el noticiero y te salpica la sangre, en Chile lo más grave es que se robaron un cajero automático. El concepto de cosas malas es muy distinto acá”.

Desde que vive en Santiago, cuenta, él vive una tranquilidad a la que no estaba habituado: puede tomar un taxi sin pensar en que será falso y que a la vuelta de la esquina dos tipos con pistolas se subirán para robarle hasta los pantalones, va a un bar en la noche sin esperar que maten a los que están en la mesa de al lado, o puede sentarse en un parque con un celular caro a la vista sin temor a que alguien aparezca para quitárselo.

Poco a poco él se ha ido acostumbrando a no estar en un estado de alerta constante, dice, pero aún le cuesta ir a comprar y que los abarrotes y frutas se vendan por kilos en vez de libras y, por sobre todo, le molesta ver gente sonándose en la calle: “eso es algo privado, se hace en el baño”, dice. Pero lo que más le ha costado a Fabián Rueda ha sido, sin duda, acostumbrarse a lo reservado que son los chilenos. Durante su estadía, cuenta, apenas ha hablado con un par de ellos afuera de su trabajo. “Es muy difícil, solamente los adultos mayores son más abiertos”, dice.

A Fabián Rueda le entristece no trabajar en el área que estudió, pero el sueldo que recibe por su trabajo en la bodega, dice, es el de un periodista que lleva al menos un par años trabajando en un medio colombiano. “Con 33 años nadie me contrataba en Colombia, en cambio en Chile sigo siendo joven”, explica, apelando a un argumento muy parecido al que tuvo Claudia Fernández, quien con 45 años llevaba varios meses cesante en Buga, ciudad ubicada a 60 kilómetros de Cali, y que en octubre pasado decidió probar suerte en Chile.

Ella viajó apenas con un poco de ropa y al llegar a Santiago no tenía dinero para arrendar una pieza ni una cama donde dormir. Su intención era trabajar como empleada doméstica puertas adentro y enviar gran parte de su sueldo a los cinco hijos que dejó en Colombia. Pero no encontró trabajo pronto y debió quedarse en la casa de Sandra Fernández, su prima, quien hace un año y medio llegó a Santiago y trabaja como mesera en “El rincón colombiano”. En Santiago Centro, el departamento de Sandra lo comparte con otra familia bugueña –papá, mamá y un hijo–, por lo que ella duerme en el otro dormitorio junto a su marido y su hija. Por eso, mientras Claudia estuvo en la casa, ella durmió en esa misma habitación sobre un colchón tirado en el suelo.

Claudia Fernández –rubia, polera con estampado brillantes, uñas de manos y pies perfectamente pintadas– pasaba todo el día en esa pieza. Después de salir a buscar trabajo en el centro, por las tardes veía televisión –sólo el canal colombiano que trasmite el cable–, chateaba por Facebook en el notebook familiar y dormía siesta sin importarle el incesante ruido de los autos y buses que pasaban por la calle San Antonio.

En la puerta de la habitación colgaba una toalla con la figura de Barbie y en las paredes había recortes de revistas, imágenes de hadas y un calendario con la foto de Sandra, su prima, en el que se leía “Mejor trabajador 2012”. Según Claudia, tal como su prima, a los colombianos les va bien en Chile porque trabajan mucho mejor que los chilenos.

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El primer obstáculo para un colombiano que quiere asentarse en Chile es el trámite en Policía Internacional, tanto así que ya es famosa la historia de 16 colombianos que venían en un vuelo y que, sin mediar mayores explicaciones, fueron devueltos de inmediato a su país. Además, se dice, cada día existen más barreras de entrada y, por eso, deben hacer todo lo posible para aparentar venir en plan turístico. De ese modo, hacen reservas falsas en hoteles, conocen amigos por internet para que les envíen cartas de invitación, piden dólares prestados para mostrar en la aduana los mil quinientos que se les exige y tratan de vestir de la manera más elegante posible. Que nadie vaya a pensar que vienen para quedarse, mucho menos que son ladrones o, en el caso de las mujeres, prostitutas.

La misión no es fácil y, cuando logran pasar la frontera, deben enfrentar un nuevo gran obstáculo: adaptarse a una cultura muy distinta de la propia.

Lo primero, cuenta el comunicador social Fabián Rueda, es que se necesita de un traductor para enfrentar los primeros días. El acento chileno, dice, “es tan rápido como una ametralladora” y al cortar las palabras las oraciones se transforman en una jerigonza difícil de entender. Gracias a la televisión, explica Rueda, ha ido entrenando su oído poco a poco, pero el “trato indiferente” aún no lo puede asimilar. Va a comprar y siente que lo atienden mal. Va caminando por la calle y nadie lo mira a los ojos. Para él, “los chilenos son muy fríos”.

Pero lo más complicado para la mayoría de los colombianos que migran a Chile es la comida. No les cabe en la cabeza que en un mismo plato se mezclen fideos con porotos ni la “manía” de no echarle huevo al pan, lo que lo hace tremendamente seco y duro. Nada de la oferta gastronómica nacional se asemeja a sus arepas rellenas de carne, a los buñuelos, a los huevos pericos –revueltos, con tomate y cebolla frita– del desayuno, al sabor dulce de los plátanos fritos que acompañan cada guiso, al café de grano y a los jugos de guanábana y coco típicos de su país. Las comidas chilenas les parecen insípida, demasiado simple, “muy fea”, y la evitan siempre que pueden consiguiendo ingredientes de su país en tiendas cercanas al Mercado Central o en locales que compatriotas han instalado en sus barrios de Estación Central, Independencia y Santiago Centro.

Según Sandra Fernández, la prima de Claudia y mesera de “El rincón colombiano”, las sopaipillas y las empanadas fritas de queso logran acercarse a los platos caribeños. Pero a ella no le van a hacer comer una empanada de pino, no señor. Tampoco beber el agua salada que sale de la llave, y que la obliga a gastar dinero en agua embotellada.

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Mucho antes de llegar a Santiago, los colombianos ya extrañan la rumba. Acostumbrados a vivir escuchando salsa, merengue y vallenato, les cuesta concebir que aquí no existan personas que organicen fiestas en sus casas los fines se semana. Por eso, son muchos los que se reúnen en locales como el “Juanchito” de Estación Central o “El Papagayo” de Santiago Centro, donde –cuando termina la noche– aparecen las arepas de maíz, las que ayudan a pasar la “enguayabada” o los efectos del aguardiente y el ron.

Por más que intentan revivir las costumbres de su país, la mayoría de los colombianos, dicen los entrevistados para este artículo, piensan en volver. En estar un par años en Chile y regresar con un fajo de billetes grueso en el bolsillo. Claro que también hay algunos que vuelven antes de lo presupuestado porque encuentran muy ajena la cultura y forma de ser de los chilenos, o porque no tragan la comida o, varios, porque no soportan el clima frío y seco de Santiago.

Quizá por el esfuerzo que hizo para llegar, José Holguín no se quiere ir de Chile. Hoy él vive con su mujer y su hija en una casa de dos pisos en Quilicura, por la que paga el arriendo completo para no tener que compartirla con nadie. En las horas libres que le deja su trabajo de bodeguero, Holguín actúa como extra en programas de televisión y pronto, dice, espera hacerlo en el cine.

Puede que aquí no haya fiesta cada noche de viernes y sábado, que la comida sepa más mal y que el invierno sea frío, pero Santiago a fin de cuentas, dice, ha sido su lugar de las oportunidades. Trabajando duro, los bolsillos de José Holguín, hoy están más llenos que antes.

Sobre la autora: Consuelo Cifuentes es alumna de quinto año de Periodismo y este artículo es parte de su trabajo en el curso Taller de Edición en Prensa Escrita, dictado por el profesor Rodrigo Cea.