Voces de la ciudad
Son personajes del Santiago más antiguo. Conocen, como pocos, la ciudad y a sus habitantes a fondo. Espectadores diarios de su transformación, en vez de trabajar en oficinas, ejercen su oficio a la intemperie, donde luchan por capturar la atención de sus clientes, peatones hipnotizados por las pantallas de sus celulares. Un lustrabotas del Paseo Ahumada, una quiosquera de la Alameda y un vendedor de mote con huesillos de Portugal cuentan cómo han sobrevivido al ánimo cambiante de la capital y el impacto que el estallido y la pandemia ha tenido en su cotidianidad.
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Juan Alarcón, 59 años, lustrabotas en el Paseo Ahumada.
Por Maximiliano Galleguillos @maaczee
“Llevo aquí 37 años luchando como lustrabotas en el Paseo Ahumada. En los años 80 y 82, tenía harta clientela. De ahí en adelante también, pero después empezó a disminuir principalmente con todo lo que está pasando: el estallido social y la pandemia.
El 18 de octubre de 2019, mientras atendía a un caballero, llegó el guanaco tirando agua a todas partes, sin importarle nada. Quedamos todos mojados y tuvimos que irnos. No se pudo estar. Después del estallido social no seguí viniendo acá. Venía a ratos. Un rato en la mañana y de ahí no se trabajaba más. Era muy peligroso. Meses después llegó la pandemia y peor aún. Para alguien que trabaja a diario, si esto te pilla sin plata, te deja “en pelota”.Por eso esto hace que termines preparado para cualquier cosa.
Ahora nadie viene. Nadie. Está todo cerrado. A los negocios y tiendas no les alcanza para pagar el arriendo y menos a los empleados. Después de todo lo que ha pasado quedaron en la quiebra. Hay épocas en que este lugar no ha tenido ningún alma en vida.
Como si fuera poco, ahora la gente ya ni usa zapatos: en cambio, casi solo zapatillas. Mientras más zapatillas salen, más baja la pega. También esto es una pérdida para uno que tenía a los trabajadores de oficina acá al lado, pero que no han vuelto por la cuestión online y porque ahora trabajan en la casa. Ya no quedan clientes desde finales de 2019 y aunque quedaran, tampoco usarían los tradicionales zapatos de oficina. Más encima ahora viene el verano… Todos usarán chalas y menos trabajo habrá.
Este último año, me he reinventado llegando temprano y gritando lo más fuerte posible para que la gente sepa que este oficio sigue existiendo. Si te pones a leer el diario o a conversar con el del lado, no viene nadie. Menos ahora que todos caminan mirando el teléfono y ni te dan bola. Tengo que estar no más. Si cae un cliente, cae no más. Y una vez que la gente te ve, empieza a volver.
Pero la verdad es que a pesar de que te reinventes, está muriendo la flor… Acá quedamos pocos, no más de seis o siete. Muchos lustrabotas se han buscado otra pega y este oficio lo han dejado de lado. ¿Qué sacan con venir si después no ganan? Es harta la inversión: Hay que comprar materiales para desmanchar, para teñir, para limpiar los zapatos y los distintos cueros.
Yo, por las mañanas, hago 15 o 20 luquitas, pero esto no alcanza para pagar las deudas, solo para la olla y algo para guardar. Por eso cuando está malo, tienes que gastar lo que guardas. Uno que ha vivido siempre de abajo, no vive con mucho. Me conformo con lo que tengo. Muchas cosas han pasado estos últimos tres años, pero yo sigo aquí. Uno no es igual que los de arriba, que ocupan un zapato una vez y los dejan tirados. Pandemia y estallido, ¡seguiré lustrando hasta que no me den las manos!”.
Marcela Padilla, 50 años, quiosquera hace 16 años a una cuadra de Plaza Baquedano.
Por: José Arriagada @_jose.tomas_
“Recuerdo que para octubre de 2019 empecé a ver cómo les pegaban a los carabineros. Iban los balines para allá, los hondazos para acá, los piedrazos, el gas tóxico de la bomba. Empezó a llegar mucha gente, acá era un mar de gente…
Nunca dejé de abrir el quiosco porque a mí nunca me hicieron nada. Nunca me robaron ni un solo chicle. Carabineros me ayudó. Pero a mí también los manifestantes me quieren mucho.
Me tuve que comprar unas repisas de vidrio para que el guanaco no me mojara el
producto. Ahora estoy sellada adelante. Estoy atendiendo solo por un lado. Por eso es que yo reclamé, y le dije a la alcaldesa que viera en las condiciones en las que estoy. No saco nada con comprar si en el quiosco no puedo tener mercadería adentro, porque me van a robar. Y no me roba el estallido: a mí me roba la gente pastera.
Mire cómo tengo mis piernas. Llena de piedrazos, me caí, ahí tengo un balín que saltó para arriba y nadie ha venido a preguntarme si estoy bien psicológicamente. Eso me da rabia. Una vez tuve que aguantar media hora que el guanaco me tirara agua en el quiosco, que me mojara. Es el momento más sufrido que he tenido en la vida. Perdí todo. Me intoxiqué, me sacaron a la rastra, todas mis cajas de Súper 8 quedaron mojadas. La gente se escondía detrás de mi quiosco. Muchos quiosqueros no lo saben. No vinieron a trabajar. Cerraron, se iban. Yo no, yo aquí luché y también estuve mal, no se vendían las cosas. La misma gente me hizo rifas, organizó cosas para mí.
Este mural (uno al frente del quiosco, proyecto de la municipalidad, en donde se ve el rostro de tres mujeres con colores distintos de piel) igual está hermoso.
Pero estoy enojada con él, porque él me ganó. Él no sabe lo que yo pasé aquí. Fue todo
rápido. Si van a arreglar las fachadas, tengo esperanza de que me van a cambiar el quiosco. Porque no puede ser que otros locales estén lindos, y mi quiosco, feo. ¿Por qué va a ser mi quiosco el patito feo? A mi quiosco le faltan los ojos (alude a las ventanas que no tiene) porque no tiene mirada”.
Alberto Escobar, 62 años, vendedor de maní y mote con huesillo en Portugal con Alameda.
Por Camila González @camii_gaa
“Yo no soy chileno. Soy argentino, vengo de Neuquén, Argentina. Llegué a Valdivia y estuve un año ahí. De ahí vine a Santiago, trabajé de guardia, después vendí completos por dos años, hasta 2000. Estaba desde las ocho y media de la mañana hasta las dos de la mañana, todos los días menos el domingo.
Después me quedé sin pega y de ahí empecé a trabajar vendiendo maní. Mi empleador me dijo ‘aprende a cocinar y quedas trabajando’, y en media hora aprendí a cocinar. Desde entonces llevo 22 años trabajando. Empecé vendiendo maní en invierno y mote con huesillo en verano.
Recorrí todo el centro con mi puesto: la torre Entel, Morandé, Huérfanos, Ahumada, Estado, San Antonio, Moneda, Portal Lyon y terminé acá en Portugal con Alameda, donde llevo 6 años. Todas esas eran patentes arrendadas, así que no se podía estar mucho en un lugar, pero esta es mía, aunque yo trabajo para un tercero.
Antes trabajaba de nueve y media a nueve y media, pero ahora llego a la una y trabajo hasta las siete y media. Cuando termina mi jornada, dejo el carrito y lo vienen a buscar desde la calle San Francisco, en el centro, en camión. Es muy pesado moverlo con el mote.
Me gusta trabajar en esto porque me gusta hablar con la gente, tener contacto. Es algo con lo que uno nace. En Argentina también trabajaba de puerta a puerta vendiendo todo tipo de cosas, incluso cosméticos.
Actualmente, el negocio está flojísimo. No hay plata, todo está aumentando y esto salva, pero ahí. Antes uno podía decir “Sí, gané”. Pero ahora te vas manteniendo. Está todo muy caro, los precios de acá también aumentaron. Hay gente que no puede pagar $1.900 por el vaso de mote. Pero si no lo respeto, esa plata me la descuentan a mí cuando voy a rendir. Hoy el negocio sí te da, pero no es tan rentable como era antes.
Como tengo un sueldo fijo, si vendo poco o vendo mucho, me da igual.Solo los sábados trabajo para mí, vendiendo maní en la feria. Y ahora quiero ver si puedo sacar la patente para vender mote también.
Para el estallido social estuve acá vendiendo todos los días, con las protestas. Lloraba por culpa de las lacrimógenas. Los chiquillos de la universidad venían a limpiarme los ojos con agua con bicarbonato, porque quedaba ciego. Trabajé todos los días hasta que empezó la pandemia, y ahí estuve fuera seis meses encerrado en la casa sin sueldo.
En ese período me mantenía con las cajas de mercadería mensuales que me enviaba mi empleador y con lo que yo tenía ahorrado. Tengo un sistema de vivir. Siempre he guardado para después, porque uno no sabe lo que va a pasar”.