El caso de Katherine Yoma, la profesora antofagastina que se suicidó en marzo pasado tras ser víctima de hostigamiento y amenazas de un estudiante y su apoderado, puso el tema de la violencia ejercida contra profesores en establecimientos educacionales en la palestra. En un contexto en el que la evidencia nacional muestra que son más mujeres las víctimas, un grupo de profesoras de educación básica en el sistema público repasa lo más duro de ser violentadas por menores de edad en su trabajo y ver que no son protegidas por las instituciones donde se desempeñan.

Por María Paz Martínez 

@Pacitamartinez_ 

Edición: OPR Taller de edición FCOM-UC

Alicia Serrano (48) abre la puerta de la sala de clases donde se desempeña como profesora de enseñanza básica en un colegio ubicado en la comuna de Puente Alto hace dos años. Deja entrar a un alumno con el aliento cortado y con el afán de protegerlo, cierra de una vez. Tras él, por la ventana que da al pasillo, se ve a un compañero que corre furioso en su dirección, con los puños apretados. Este se detiene bruscamente y comienza a golpear el vidrio de la ventana y que ahora es lo único que los separa. El alumno no se calma. Serrano, la profesora de ambos estudiantes de 10 años, no sabe qué hacer. Entonces, el vidrio estalla en pedazos. El menor que provoca el incidente se mira las manos. La sangre corre por sus brazos. 

“Fue terrible, fue la experiencia más fea a la que me he enfrentado. Ver un niño tan descolocado”, dice Serrano a un año del episodio. A propósito de este evento y otros similares que se sumaron con el tiempo, obtuvo una licencia médica de casi tres meses, por la angustia que los episodios le generaron. 

La violencia escolar ejercida contra profesores en establecimientos educacionales es un problema de largo aliento. Katherine Yoma, profesora de inglés de la Escuela D–68 de Antofagasta, se quitó la vida hace un par de semanas, tras recibir amenazas de muerte por parte de una estudiante y su apoderado. Este episodio puso el tema en la palestra. Además implicó que instituciones como el Ministerio de Educación y organismos como la Superintendencia de Educación emitieran declaraciones sobre un problema que para docentes como Serrano siempre ha estado invisibilizado.

Incluso, hoy el Colegio de Profesores exige con urgencia la implementación del proyecto de ley Katherine Yoma, que propone la mejora de protocolos para el resguardo de docentes y trabajadores de la educación ante hechos de vulneración de derechos, acoso y agresiones a la vez que reclama sanciones para aquellos que incurran en ataques contra profesores.  

De acuerdo con el estudio “Docentes ante las violencias en la escuela” publicado por el Colegio de Profesores en 2022 son muchas más las mujeres que han sido víctimas de violencia escolar. En este documento se dice que ese año 2.914 mujeres y 627 hombres fueron víctimas de insultos en sus establecimientos, mientras que 365 mujeres versus 83 hombres experimentaron golpes. 

De acuerdo con la Superintendencia de Educación, en 2023 se registraron un total de 12.530 denuncias, lo que representa un aumento del 14,8% en comparación con el mismo período de 2022. De todas las denuncias realizadas en 2023 hasta el 30 de septiembre, el 71,1% (8.911 casos) están asociadas al ámbito de convivencia.

Serrano, con más de 20 años de trayectoria como profesora, nunca se había enfrentado a ese nivel de violencia por parte de menores de edad. Asegura que, desde que los colegios volvieron a exigirle a sus alumnos la presencialidad, todos los días hay incidentes de este tipo en el lugar donde trabaja. En ese sentido cree que la pandemia exacerbó los niveles de violencia. “Se amenazan, se dicen groserías que yo nunca había escuchado, como: ‘en la noche voy a ir a la casa y voy a violar a tu mamá’ (…)  “Son cosas que uno escucha y dice: ‘esto no se le ocurrió a un niñito de 11 años’”.

UNA COMUNIDAD DOCENTE DAÑADA

Serrano no es la única profesora que ha identificado esta tendencia en Chile. El 2022, un estudio del Centro de Investigación Avanzada en Educación (CIAE) de la Universidad de Chile evidenció que un 9,4% del cuerpo académico de aula se encontraba con licencia, habían reducido sus horas de jornada o habían renunciado. “La docencia se está convirtiendo en una profesión de alto riesgo, con episodios permanentes de violencia, de agobio, de estrés, con altísima cantidad de licencias médicas porque la gente ya no soporta”, afirma Mario Aguilar, presidente del Colegio de Profesores y Profesoras. 

María José Pérez, profesora de historia, recuerda aquella vez que entró a la sala con los dedos apretados, pero dispuesta a dar su clase. La rodeaban 40 niños de 10 años. Que estuvieran todos callados no era requisito para comenzar. Repentinamente, un grito irrumpió por sobre el ruido de la sala. Pérez, asustada, levantó la vista y sobre los bancos, vio a un menor saltando y botando a patadas los cuadernos de sus compañeros. Pisaba las páginas con fuerza, gruñía mientras lanzaba al suelo los cuatro computadores de la sala. En medio de la conmoción, la educadora no se percató que el niño llevaba algo en la mano. Mientras evacuaba a sus alumnos, Pérez sintió un golpe en su cabeza que la dejó aturdida. El niño le había arrojado un  ladrillo de madera. “Me quería morir porque yo no estudié para esto. Se me derrumbó todo”, dice hoy. 

Nora Gray, psicóloga laboral, académica de Psicología de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, cree que en estas condiciones cuesta mantener la vocación. “El desgano, el ninguneo, el desprecio, se va acumulando y se va apagando el fuego interno, las ganas de ser profesor”, explica.

Con los ojos llorosos y la voz temblando, Pérez cuenta que incluso había un grupo de estudiantes que se mofaban verbalmente en la hora de clases: “Y yo, estoica, tenía que seguir con mi clase. Y eso es súper violento”. Con decepción, Pérez dice que en la universidad le dieron una perspectiva súper idealista. “Cuando salimos, creemos que vamos a cambiar el mundo”.

El ambiente hostil que rodea las jornadas escolares no se queda en los establecimientos, sino que la violencia persigue a los docentes hasta las redes sociales. 

Carolina Palma, profesora de matemáticas, recuerda con los ojos llorosos y las manos cruzadas sobre su pecho la vez que un apoderado la amenazó públicamente por Facebook: “hasta aquí no más llegaste”, le comentó. “No podía salir de mi casa, no podía manejar, llegaba a la casa de mi mamá llorando”. Por este episodio estuvo más de 15 días con licencia médica.

AGRESIÓN QUE TRASPASA EL AULA 

Ante la ausencia de una ley que regule la violencia ejercida contra profesores y profesoras en establecimientos educacionales, el gremio es tajante: “La sensación que tienen nuestros colegas es que muchas veces no se hace nada (…) nuestros colegas están abandonados”, afirma Aguilar, presidente del Colegio de Profesores. Sugiere que esto vaya a la par con políticas educativas, apoyo profesional y distintas estrategias. “Legalmente estamos en total desamparo. Mientras la política pública y la normativa educacional vigente no haga un cambio, nosotros no podemos hacer nada”, agrega Pérez.

“Hay que reconstruir la posición relevante de los profesores en la sociedad, son claves. (Deben estar) en un sitio de respeto”, complementa Gray.

Serrano, profesora de enseñanza básica, vuelve a recordar sus días en aquel colegio en Puente Alto, del que luego renunció. Dice que el miedo a ser nuevamente víctima era algo que la acompañaba no solo durante clases, sino que previo a ellas y después. “Es como que te dejen metida en una favela a las dos de la mañana. Es estar en constante alerta”. 

En ese sentido, según los expertos, la agresión que experimentan los profesores no empieza ni termina durante el episodio de violencia que sufren en su lugar de trabajo. Quienes  frecuentan contextos agresivos entran en un modo de supervivencia. “Entonces, el profesor o profesora va a estar con miedo, con la hormona del estrés alta, con todos los parámetros biológicos alterados”, afirma Magdalena Cruz, psicóloga clínica de la Universidad de Los Andes.

Bajo estrés, el cuerpo comienza a dar señales y surgen “problemas digestivos, trastornos del sueño y del apetito”, explica la psicóloga, Nora Gray. 

Peréz por las noches se despierta gritando: “¡Chicos, porfa, silencio! ¡No! ¡No! ¡No le pegues!”. Serrano también sufrió de pesadillas y su doctor le aclaró que padecía de terrores nocturnos. Palma asegura que antes de ser violentada por menores: “Yo estaba sana, yo tenía ganas de trabajar, yo tenía ganas de hacer cosas y me enfermé, me enfermé tanto”, lamenta.

Gray explica que para las profesoras afectadas naturalmente habrá repercusiones de la violencia escolar en otras esferas de su vida. “Lo que me dio más rabia fue traer algo laboral a la casa”, suma Palma, “porque yo ya no era la misma, no pude funcionar como mamá, como esposa, como hija”.

A la hora de pensar en una solución, la psicóloga Gray dice que es un gran desafío, sobre todo si la violencia está normalizada. Además, hay veces que no es responsabilidad de los docentes intermediar, ya que son las condiciones específicas de sus estudiantes las que entran en conflicto, explica Gray. “Somos profes, no somos enfermeros, psicólogos o psiquiatras”, manifiesta Palma. “Los docentes enfrentan situaciones que los sobrepasan profesionalmente”, complementa Aguilar. 

La invisibilización se debe, según las mismas profesoras, a que es un enfrentamiento dispar. “Trato de resguardarme también. Si tocas a un niño y lo contienes de alguna manera, también puede jugar en contra tuyo”, afirma Serrano. Palma agrega: “un menor te golpea, te trata mal, (no puedes) hacer nada, porque es un niño… Ellos jamás van a ser responsables de todos sus actos”. “Es una lucha interna”, dice Pérez y plantea que “uno tiene que entender que son niños carentes de sus familias”. 

Según Gray, psicóloga, “es muy doloroso aceptar que personas que están en esas tiernas edades sean capaces de tamañas acciones”. Sin embargo, “por protegerlos a ellos, nos pasamos para el otro lado y los profesores muchas veces se ven atados de mano”.

 

María Paz Martínez (@pacitamartínez_) es alumna de cuarto año de Periodismo en la FCOM – UC (@fcomuc).  El 2023 fue nominada al premio «Pobre el Que no Cambia de Mirada», organizado por la Alianza Comunicación y Pobreza, por su reportaje titulado «Carpas y rucos: la eterna mudanza de las personas en situación de calle». Actualmente se desempeña como editora en Kmcero.