Detrás de grandes esculturas de figuras humanas están las manos de su creador. Un hombre que fue seminarista, estudió arte, teología y filosofía en Europa y más tarde estuvo detenido en el estadio Víctor Jara. A sus 72 años, Mario Irarrázabal no ha dejado de trabajar y hoy está centrado en un proyecto para hacer un museo al aire libre en el centro de Santiago.
Por J. Martín Corvera
A 75 kilómetros al sur de Antofagasta, en pleno desierto, hay una mano de once metros de altura que emerge de la tierra. Construida a base de cemento, la escultura es un hito en el camino para miles de turistas que paran y la retratan en una postal. Mil kilómetros al sur, entre los cerros de Peñalolén, donde ya casi acaba la ciudad de Santiago, están las propias manos de Mario Irarrázabal, el artista de 72 años detrás de esa estructura que se levanta en el norte de Chile.
Irarrázabal camina con dificultad debido a una poliomielitis que tuvo cuando niño. A pesar de que su cojera le complicó algunas experiencias de adolescente, como bailar, se las ha arreglado para no quedarse quieto. Con su paso tranquilo nunca ha dejado de pasear por la naturaleza, subir cerros y andar por la ciudad. El escultor, de pelo y barba blanca, tiene un aspecto serio, pero a ratos se ríe de él mismo o de los demás.
Luis Montes ha trabajado con él en las fundiciones de sus obras por más de 20 años y recuerda sus chistes: “Una vez me estaba ayudando a bajar una pieza desde la camioneta a su taller y me decía: ‘oye, anda tú adelante porque yo no tengo retroceso’”, cuenta el fundidor riendo.
“Él es una gran mano”, lo define su amiga Rosa Droguett, licenciada en Estética y profesora en la Universidad Católica. Lo conoció a través de su trabajo académico, compartiendo foros y mesas redondas. Droguett siente que él es una mano doble, que emerge de la tierra y que es un cuerpo de contención, al igual que la obra del desierto: “Esa mano es padre y madre al mismo tiempo, es el mismísimo Mario”, dice la profesora con calma, marcando espacios de silencio entre sus palabras.

El escultor creció entre seis hermanos hombres en una familia conservadora de Santiago de mediados del siglo pasado. Al terminar sus estudios escolares, sus padres le impidieron estudiar arte. Pero finalmente, motivado por un sacerdote de su colegio, partió a la universidad de Notre Dame –ubicada en el estado de Indiana, Estados Unidos– como seminarista. Sorpresivamente para él, allá pudo involucrarse en diversas disciplinas artísticas, paralelamente a sus estudios de filosofía. “Me dediqué a hacer pintura abstracta; manchas de colores, que era un poco la moda”, dice Irarrázabal mientras pone una mano sobre su frente, como si fuera una ayuda para recordar mejor.
Luego, entre 1964 y 1965, le correspondía empezar la segunda parte del seminario: estudiar teología fuera de Estados Unidos. Pero él tenía miedo de volver a Chile, se consideraba artista y creía que en Santiago le iba a ser difícil llevar su vocación en la Iglesia. Le aceptaron seguir sus cursos de religión en Roma y ahí pudo continuar con la pintura. En Italia, se volvió a encontrar con Waldemar Otto, un joven profesor alemán que conoció en Notre Dame y del que se hizo muy amigo. Partió con él a Berlín Occidental y entonces sus manos comenzaron a esculpir. Los días de Guerra Fría en Alemania, sumado a lo que aprendió con Otto, fueron influencias que marcaron sus obras.
Ya de regreso en Santiago, a inicio de los 70, Irarrázabal dejó el seminario. No le calzaba “el autoritarismo de la Iglesia” con su visión del Evangelio. Se enfrentó de nuevo a Chile y, tras nueve años afuera, sintió que lo tenía que conocer de nuevo. Las diferencias políticas con su familia eran grandes y no podía vivir con ellos, por lo que buscó alojamiento con amigos o hermanos que estaban en su misma condición.

Hoy, sus grandes manos afirman su rostro mientras recuerda esos años. Era 1974 y el artista vivía con su hermano Diego y otros sacerdotes en una población en Peñalolén. Una noche, fuertes golpes hicieron retumbar la puerta del modesto hogar que en esos días habitaba Mario y un cura llamado Daniel. Entraron a la casa diez integrantes de la DINA, entre los que se encontraba Miguel Krassnoff, hoy preso y condenado a 120 años de cárcel por la desaparición y secuestro de personas entre 1973 y 1976. Mientras duró el allanamiento, el ex seminarista se arropó con una frazada y se quedó sentado en un rincón; trató de mostrarse amistoso y sin temor. Cuando terminó el operativo, los agentes se iban a llevar al religioso, pero antes de salir, Krassnoff le dijo al sacerdote: “Usted se queda y nos llevaremos a este otro”.
El escultor recuerda ese momento como un relámpago que cambió su vida.
Las manos del artista estuvieron amarradas junto a otros detenidos en la centro de detención y tortura de Londres 38. Ahí sufrió golpes y humillaciones y entre rezos y pensamientos dice que hizo lo posible para no volverse loco. Al cuarto día lo trasladaron al Estadio Chile, donde estuvo recluido por una semana. Ahí el escenario cambió. Irarrázabal se sintió feliz y útil. Ayudó a hacer artesanías, enseñó inglés –por si alguien partía exiliado después– y conversó con los demás prisioneros sobre la fatal experiencia que vivían.
Al quedar en libertad y motivado por lo que sucedía en el país, él junto a otros artistas se dedicaron a hacer obras comprometidas con la coyuntura nacional. Los creadores sentían que eran testigos que tenían que actuar. Pero después de muchas composiciones testimoniales, Irarrázabal se cansó de repetir lo mismo y se sintió atrapado. Aparecieron jóvenes, como Bororo o Samy Benmayor, quienes llegaron con propuestas distintas. A Irarrázabal ese nuevo arte le hizo sentido: “Yo me di cuenta que ellos estaban en lo correcto, que uno tenía que dedicarse no a hurgar en las heridas sino que proponer cosas nuevas”, recuerda el escultor.

Curiosamente, el artista tiene manos torpes. Sus dedos son ásperos, gruesos y duros, como los de un albañil. Luis Montes valora que desde esa poca delicadeza salgan obras sublimes: “Hay una fuerza interior dentro de esa torpeza, que él aprovecha para hacerla sensible”, dice el fundidor. Verónica, una de las hijas de Irarrázabal, también recalca que las manos de su padre son bruscas: “A mí eso me encanta, mi papá es un bruto, pero hace las cosas que hace; unos monos preciosos”, dice con una sonrisa en su rostro.
Para él, las manos que ha levantado en Antofagasta, Puerto Natales y otros lugares como Punta del Este o Madrid, representan la cercanía del hombre con la naturaleza. Le gusta que le gente vea sus obras, que las toquen y que lean algo en ellas. Trabaja de manera solitaria en su casa, donde tiene un pequeño taller, que tiene dos grandes tambores llenos de greda fresca, una mesa de madera y todas sus herramientas colgadas en la pared. Además tiene otra habitación que parece un museo donde alberga más de 200 de sus creaciones.
Las manos de Irarrázabal no han dejado de crear piezas hasta hoy. Según su hija, no se sentirá satisfecho hasta que logre llevar a cabo un plan que tiene hace años. El escultor quiere hacer un museo en la ciudad, con áreas verdes, al aire libre y con sus obras interactuando con el lugar. Le gustaría hacerlo en el Parque San Borja y cuenta que en los últimos meses Carolina Tohá, la alcaldesa de Santiago, ha mostrado mucho interés en el proyecto. El artista pasa sus días trabajando con greda o en su oficina, que es una habitación pequeña junto a su taller. Se sienta ahí a escribir o dibujar en una mesa rodeada de muebles que guardan ordenadamente por fecha el registro de todos sus bocetos, sus memorias y sus archivos escritos y fotográficos.
Sobre el autor: José Martín Corvera es alumno de quinto año de Periodismo y este perfil es parte de su trabajo en el curso Narración Escrita No Ficción, dictado por el profesor Pablo Márquez.