En 2013, el maestro chileno fue invitado por primera vez a dirigir la Orquesta Filarmónica de Santiago. En 2019 se convirtió en su Principal Director Invitado y hoy –el año en que la orquesta celebra su 70° aniversario– fue nombrado Director Titular por el Teatro Municipal de Santiago para la temporada 2026-2028. En marzo regresará al podio de Agustinas 794 con el concierto Sonidos del Silencio, esta vez con el máximo cargo del cuerpo artístico.

Por Matías Torre Vera (@m.torresvera)

Tras dirigir 15 funciones de la ópera Madama Butterfly (Giacomo Puccini) en el Gran Teatre del Liceu de Barcelona y un repertorio que incluyó a grandes expositores argentinos junto a la New World Symphony en Miami, una gran noticia lo esperaba de regreso en Chile: Paolo Bortolameolli será el nuevo Director Titular de la Orquesta Filarmónica de Santiago para la temporada 2026-2028. En marzo se reencontrará con los músicos para dirigir el concierto Sonidos del Silencio, donde se interpretarán piezas de los rusos Dmitri Shostakóvich, Piotr Ilich Tchaikovsky y de la chilena Florencia Novoa. Este perfil repasa su último encuentro con la Filarmónica de Santiago y la Orquesta Sinfónica Nacional Juvenil en junio de 2024.

Viernes 28 de junio: «La Ciudad de Oro» en el Teatro Municipal de Santiago

Los hombros del maestro Paolo Bortolameolli se han vuelto gigantes. Respira profundo y exhala violento, pestañea dejando los ojos cerrados de vez en cuando y camina de un lado a otro: desde el acceso al escenario hasta un telón tras bambalinas. Repite ese recorrido tres veces. Carraspea la voz, cierra los ojos una última vez y entra al escenario ante los aplausos de 1.400 almas.

Miércoles 26 de junio: Ensayo junto a la Orquesta Filarmónica de Santiago

Luego de seis años junto al maestro venezolano Gustavo Dudamel en la Filarmónica de Los Angeles, el pianista y director chileno Paolo Bortolameolli (42) volvió a su país natal. No define su regreso como una decisión, sino como el camino que tenía que seguir: «Una vez terminado ese gran capítulo de crecimiento artístico mío, lo que seguía era volar solo», explica. 

El músico egresado de la Universidad Católica atraviesa una de las semanas más exigentes de su semestre. Ensaya con la Orquesta Filarmónica de Santiago en el Teatro Municipal durante el día, para luego, durante la tarde, practicar junto a la Orquesta Sinfónica Nacional Juvenil (OSNJ) en Televisión Nacional de Chile (TVN). En total, tiene en su cabeza ocho obras de distintos  compositores, las que interpretará en cuatro conciertos en dos ciudades —Santiago y Viña del Mar— con dos orquestas diferentes. Cuando le pregunto cómo hace para no confundir las obras, me responde con una palabra: «Oficio».

En medio de la pausa del ensayo para almorzar, entramos en su camarín del Teatro Municipal de Santiago. A la derecha de la puerta hay un piano vertical Yamaha y, frente a él, una mesa con dos botellas de agua. Paolo se sienta en una de las sillas, yo en el sillón. Me dice que puedo preguntarle lo que quiera, pero que, mientras lo hago, él ordenará comida desde su teléfono. Debe volver a dirigir el ensayo dentro de dos horas, por lo que este es su momento para comer.

—Pero te estoy pescando, no te preocupes —dice para tranquilizarme.

Comenzamos.

—En una entrevista, mencionas que no te gusta el adjetivo «clásica» para referirse a la música, ¿por qué no?

—Cuando uno estandariza tanto la música, va generando más distancia. Al final de cuentas, uno de los principales problemas de este tipo de música son los prejuicios que existen. La gente cree que es música para algunas personas o hay gente que se siente un poco intimidada por los teatros, por el código de vestimenta o «porque no sé si yo sabré de qué se trata esto» —Paolo hace énfasis en las palabras separándolas: per-sonas, tea-tros, vestimen-ta—. Todas esas cosas han sido una construcción social y cultural de muchos años, de muchas décadas de que, efectivamente, ha existido un poco esa cosa de que la música clásica tiene aura de inalcanzable. En ese sentido es que a mí no me gusta, porque creo que, evidentemente, la música es música. 

—¿Cómo debería llamarse?

—No, no se puede llamar de ninguna forma.

—¿Por qué?

—Lo mío es una cosa más conceptual que concreta, porque es muy difícil cambiarle el nombre, po’. O sea, no sé, se debería llamar música sinfónica. El otro nombre que tiene, pero es peor —PEOR—, es música docta. Eso lo encuentro peor, hueón, porque es más esnob. Es como la música intelectual. La otra que no es ni fu ni fa, pero es muy técnica, es música de tradición escrita, que es cierto. Lo que diferencia mucho a esta música de la música popular, del jazz y del folklore, es esto, po’ —dice barriendo con el dedo las páginas del libro sobre la mesa—: la partitura llena de indicaciones que un compositor decidió plasmar hasta el máximo detalle. Esa es, en rigor, la gran diferencia que existe. Es la única. Al final nos quedamos con «música clásica» porque es una cosa que uno va heredando. Mi punto no es pelear contra el sistema, sino decir «es música, ya está, es música».

—¿Cuál es tu pensamiento más recurrente mientras diriges?

—No sé si estoy pensando mucho, estoy escuchando mucho, mucho, mucho. Estoy muy pendiente de lo que está pasando para que todo tenga un resultado musical óptimo, que no solamente sea lo que yo quería, porque, al final de cuentas, no se trata de eso. Antes de que suene, tienes que tener una idea muy clara de lo que quieres. Pero una vez que ya estás trabajando, no te puedes casar de forma intransigente con ese concepto que tenías, porque esto es un diálogo. La orquesta te ofrece algo, siempre. Todas las orquestas te dan un sonido, te dan una forma de tocar, una forma de abordar esto mismo —vuelve a tocar la partitura— y tú das otras perspectiva. Es un camino muy delgado entre buscar lo que quieres y aceptar lo que trae. Muchas veces, ese aceptar te lleva por caminos que pueden ser incluso mejores de lo que tú pensabas. Es un camino muy bonito. Es como bailar: tu pareja de baile y tú hacen el baile. En este caso es como lo mismo. Lo que hago más es escuchar lo que está pasando y no solamente lo que yo quiero que pase, que son dos formas distintas de escuchar y que es un error frecuente. Cuando recién te paras frente a una orquesta, el error más común es que no estás escuchando: estás escuchando la idea que tienes de lo que quieres escuchar. Pero no estás escuchando.

—Lo que está sonando —añado. 

Lo que está sonando, lo que está realmente sonando. 

El compositor y director Gustav Mahler nació en 1860 en Bohemia, región del Imperio Austro-Húngaro. Desde pequeño demostró grandes capacidades musicales, reproduciendo en el acordeón las marchas militares que había escuchado en el campo militar de Iglaú —centro de entrenamiento para soldados austrohúngaros durante la Primera Guerra Mundial— con tan solo cuatro años. 

Pese a nacer en el seno de una familia pobre, en 1875 inició sus estudios en el Conservatorio de Viena, lugar donde se consagró como un destacado pianista. Tras su paso por los teatros de ópera de ciudades como Praga, Leipzig, Budapest y Hamburgo, fue elegido para dirigir la Ópera Estatal de Viena en 1897. 

—¿Te sientes identificado con la obra de Mahler?

—¿Yo? —pregunta aunque no hay nadie más en la habitación—. Síuuuuuu. Pa’ mi Mahler es ¡uf!

Reviso el perfil de Facebook de Paolo para entender mejor qué significa «¡uf!». Suele compartir las reseñas de los conciertos de Mahler que ha dirigido y publica fotografías usando una polera blanca con una caricatura de Gustav que dice «Bereite dich!», que significa «¡Prepárate!» en alemán. Sin embargo, hay un post que llama mi atención. Data del 26 de mayo de 2024:

«Cuando en mi adolescencia conocí la música de Gustav Mahler algo cambió en mi. Nunca un compositor me había impresionado tanto. Nunca había encontrado tanta consistencia en la forma de expresar todo el espectro de las emociones humanas, sus contrastes, contradicciones, luchas, triunfos y derrotas, miedos y aspiraciones como en su música. Mi anhelo fue desde ese momento estudiarlo, conocerlo, abrazarlo y ojalá algún día dirigirlo».

Ahora entiendo mejor: «¡uf!».

El 25 de mayo de 2024, Paolo Bortolameolli se convirtió en el primer chileno en completar la dirección de las diez sinfonías del compositor austriaco. El récord fue alcanzado tras siete años, luego de interpretar la sexta de Mahler —conocida como la «sinfonía trágica» debido a su intensidad emocional— junto a la Orquesta Filarmónica de Medellín en Colombia.

—Considerando las temáticas de la obra de Mahler, ¿piensas muy a menudo en la muerte?

—Yo no. O sea, en la muerte mía, no. Pero sí le tengo mucho respeto a la muerte, en el sentido que no quiero que me ocurra. Ojalá que me baipaseé seguido, no me quiero morir, para nada. No está en mis planes —dice soltando una risa corta—. Pero sí entiendo ese peso desde Mahler, en el sentido cuán importante fue para él ese tema desde que era niño, desde toda la vida. 

Gustav fue el segundo de los 14 hijos del matrimonio entre Bernard Mahler y Marie Hermann, porque Isidor —su primer bebé— murió antes de cumplir el año de edad. Pese a la abundante cosecha de la pareja, el destino fue más ágil y le arrebató al compositor a nueve de sus hermanos menores: Ernest, Leopoldine, Karl, Rudolf, Arnold, Friedrich, Alfred, Konrad y Otto, quien se suicidó. 

En 1901 —a los 41 años— conoció a Alma Schindler, destacada compositora que se volvería su esposa seis meses después. Al momento de casarse, Gustav hizo que la artista firmara un contrato que la obligó a abandonar su profesión para dedicarse a las tareas de una «mujer casada». Y así fue, hasta cierto punto.

El matrimonio Mahler-Schindler tuvo dos hijas: María (1902) y Anna (1904). A los cinco años, María sufrió por diez días fiebre escarlatina —enfermedad bacteriana provocada por estreptococos— y falleció el 12 de julio de 1907. Afortunadamente, Anna creció para convertirse en una reconocida escultora y morir a los 83 años.

—Para él era una obsesión importante, era un tema —continúa Paolo—. Eso lo sientes, lo ves en la música. Se siente esa cosa así como que lo abruma el cómo ver la muerte, desde lo trágico a lo trascendente, como la segunda, que es la «Resurrección». Todas sus sinfonías, de alguna manera, están apelando a algo. La más trágica, obviamente, es la sexta, que es la del destino.

—¿Qué preguntas genera la sexta de Mahler?

—Es una sinfonía muy extraña. Yo la amo, es increíble. Pero es extraña, en el sentido de que es curioso que Mahler estuviera tan oscuro, contando tanta tragedia y tanta problemática existencial en el periodo en que más feliz estaba. Eso habla de esa hipersensibilidad artística de esta gente que se logra conectar con otras emociones, no necesariamente cuando parece ser lo obvio, sino que es porque está ahí, en el aire. Tiene una connotación salida del contexto netamente musical. La sexta es muy premonitoria del colapso, de la guerra, de las marchas militares… ¡Y todo eso es antes de la Primera Guerra! Es como, chuta, cómo puede llegar a ser tan evidente lo que se venía. Cuando escuchas a [Dimitri] Shostakovich es absolutamente distinto: escribió mientras ocurrían las guerras, él era como un corresponsal de guerra. Mahler, muchas veces, suena como a ese Shostakovich antes de la Primera Guerra. Mahler murió en 1911 y la Primera Guerra estamos hablando de 1914, cuando ya es inminente. Pero en 1911 no, son como olores a guerra ¡Y la sexta es anterior a eso! Uno dice «qué manera de tener claro lo que estaba pasando alrededor».

En 2023, la OSNJ celebró 30 años de existencia. Para ello, el conjunto decidió dar el broche de oro con la interpretación de la Sinfonía N° 8 de Gustav Mahler, una obra monumental que requiere más de 600 músicos en escena entre la orquesta, voces solistas, un coro de niños y otro de adultos. Eso es una gran cantidad de intérpretes, considerando que una filarmónica tradicional reúne entre 80 y 90 artistas, aproximadamente. 

Para reunir esta gran cantidad de almas, Bortolameolli y Miguel Farías —el entonces Director Ejecutivo de la Fundación de Orquestas Juveniles e Infantiles de Chile (FOJI)— debieron reclutar a exmiembros de las juveniles, ocho voces solistas y a cientos de coristas invitados. La madre y el hijo de Paolo fueron parte de estos últimos.

—¿Qué sentiste al verlos participar en los coros de la octava de Mahler?

Ay, fue hermoso —dice el egresado de la UC.

Sigue con la vista en el teléfono buscando comida.

Puta madre, todo este rato pidiendo una hueá’ y no se podía —dice susurrando para terminar con un sonido nasal que indica decepción—. Perdón. 

Le digo que es algo que suele pasar. Ahora vuelve a la hermosura.

Fue hermoso, pero fue porque siempre quise que así fuese. Los invité a ser parte de eso desde el comienzo, entonces fue súper emocionante. Aparte, coincidió con que mi papá había fallecido hace no tanto y la octava de Mahler significó mucho desde el punto de vista personal. Eso hizo que, el que estuviera mi mamá y Andrea, [fuera] parte de una extensión normal y esperable. No podían no estar, tenían que estar. Esto era muy del alma, no era un concierto. El concierto fue el final, no más. La guinda de la torta.

—¿Hay espacio para la emoción cuando estás dirigiendo?

—Sí, mucho —responde con seguridad, como si le hubiese preguntado si hay espacio para respirar mientras trabaja—. No me puedo emocionar tanto al grado de que se me vaya por el costado la cosa.

—¿Qué pasa si te dan ganas de llorar?

—Me ha pasado, pero pocas veces. He sentido momentos de extrema emoción. El año pasado, cuando hice la novena de Mahler, me pasó al final. Todo el cuarto movimiento de la novena es una cosa espeluznante en el sentido más bello de la palabra. Realmente es de un desgarro y de una humanidad de despedirse de cada nota. Además, yo soy súper mahleriano, entonces como que te pasa eso de que te llena por todos lados ese sentir, el dolor y la resignación, pero sobre todo hecho notas. Es tan intenso, es realmente tan intenso que sí, me emocioné. 

—¿Te sentiste abrumado por la emoción?

—No, abrumado no, porque siempre tienes que estar muy concentrado. Pero siempre está esa cosa de que estás profundamente conmovido con lo que está pasando a nivel de conexión, de que toda esta orquesta y yo estamos tan compenetrados con esa música, el público en silencio absoluto. Es todo muy bonito. 

Paolo recuerda perfectamente otra fecha en la se emocionó. «Fue el 2 de febrero», dice refiriéndose al concierto de fin de año de la FOJI. Esta fundación recibe talentos musicales desde los cuatro hasta los 24 años, por lo tanto, cada temporada, alrededor de ocho miembros deben dejar sus filas porque han superado la edad límite. En ese concierto en Frutillar, Paolo se despidió de jóvenes que finalizaban su recorrido en la sinfónica y que habían pertenecido a sus filas desde los siete años.

—Había una chica que tocaba y lloraba —rememora Paolo—. Le caían las lágrimas mientras tocaba todo el concierto. Eso me produjo una emoción muy profunda, porque me daba cuenta de que esos momentos no son conciertos, son momentos sumamente profundos de humanidad, porque son hitos. Se cierra un capítulo. Está transformado en un concierto, porque está sonando la música, pero es más que eso.

El director nortemaricano Leonard Bernstein (1918-1990) fumaba cuatro cajetillas al día, pero no es recordado por eso. Más bien, es atesorado por componer tres sinfonías, dos óperas, una misa y cinco musicales, entre ellos «West Side Story»: una obra inspirada en «Romeo y Julieta» que narra el amor de dos jóvenes vinculados a bandas rivales de Nueva York. 

Lenny —como le llamaban sus amigos—tuvo destacados mentores. Estudió música en Harvard con Walter Piston, un reconocido compositor y teórico musical estadounidense. Al finalizar sus estudios allí, ingresó al Instituto Curtis de Filadelfia, lugar donde aprendió sobre dirección junto al exigente maestro Fritz Reiner. 

—¿Cuál es la mayor influencia de Leonard Bernstein en ti?

—Me demostró desde muy chico que ser director de orquesta podía ser mucho más que pararse en un podio a dirigir una sinfonía. Eso no fue solamente inspiración, sino una validación de una percepción intuitiva que tenía yo. Sin saber que existía Bernstein, a mí me gustaba esta cosa multifacética. No me podía casar solamente con decir: «ser director es pararte arriba del podio». Siempre me gustó esta cosa de las comunicaciones, me gusta el cine mucho, mucho, mucho. Filmaba mis películas caseras, qué sé yo. Tenía una editora.

—¿Qué cosas grababas?

—Películas. Hacía guiones, películas de terror o cortos. Me gustaba musicalizarlos y hacer correcciones de color, ¡antes de que existieras todas estas cuestiones! —dice dibujando con las manos un aparato electrónico rectangular: una cuestión—. Estamos hablando de que yo conectaba los cables por detrás: VHS con VHS, dos VHS juntos en una tele con una mesa mezcladora chiquitita que hacía correcciones de color. Realmente artesa. Siempre me gustó escribir, siempre me gustó hablarle al público. Todas esas cosas que eran inquietudes, yo decía «estas cosas tienen que tener un punto común». No puede ser que, porque me guste la orquesta, solamente voy a hacer eso. 

Uno de los mayores éxitos de Leonard Bernstein fue la dirección de «Los Conciertos de la Gente Joven» con la Filarmónica de Nueva York, una serie de recitales diseñados para educar sobre música clásica a jóvenes y familias a través de la televisión. El primero de ellos lo dirigió el 18 de enero de 1958, dos semanas después de convertirse en Director Musical de dicha orquesta. 

Cada uno de los 53 conciertos abordaba temáticas distintas, desde la explicación de la música clásica («What is classical music?», episodio emitido el 24 de enero de 1959) hasta la importancia de grandes compositores como Mahler («Who is Gustav Mahler?», capítulo estrenado el 7 de febrero de 1960). El norteamericano no solo dirigió, sino que fue el  presentador del programa que duró 14 años y que él mismo definió como parte de su «Misión educativa».

Cuando conocí a Bernstein, fue como «ahí está, po’. Este gallo cacha, él sí sabe cómo se puede hacer todo» —continúa Paolo—. Podí ser director de orquesta, escritor, compositor, pianista, comunicador, estrella de la tele, ¡todas! Pero me hace sentido que sea así: ser comunicador es comunicar. Estoy comunicando ideas, estoy comunicando energía, un ímpetu, un trayecto musical donde ellos me van a acompañar en la medida que esa comunicación sea genuina, espontánea, real. 

Parte de la extensión del trabajo de Paolo como comunicador fue la realización de «Ponle Pausa», serie musical disponible en YouTube donde el director educa sobre música clásica. Además, durante la pandemia de covid-19, escribió «Rubato», libro donde desarrolla parte de sus procesos musicales y acerca el mundo del arte al lector en todas sus expresiones.

Realmente lo que más hago es comunicar. Ese concepto, el de comunicador, fue validado por la figura de Bernstein —concluye.

—A más de 52 años de su estreno, sé que hay planes para montar «Misa» de Leonard Bernstein en Chile. ¿En qué estado de avance se encuentra?

—En planes, todavía, pero van avanzando de a poco. No están desechados, para nada. Lo que pasa es que es una obra importante, una obra mayor. Eso significa que tenemos que tomarlo con calma y sobre todo con buenos aliados. Lo más difícil de esa obra es la cantidad de gente. No solamente en términos numéricos, sino de la diferencia de fuerzas. Por una parte están los coros, los solistas y bailarines. También hay distintas agrupaciones musicales que convergen, porque está la orquesta sinfónica, pero también hay una jazz band, blues band, una rock band y una marching band. Es mucho, son demasiadas cosas. Hay que armar equipos importantes para que vea la luz. ¡Pero lo va a ser, ah! Yo soy súper porfiado.

—¿Crees que detrás de todo buen director hay una cantidad importante de obsesión?

—Seguramente —se ríe respirando—. Creo que yo lo soy, bastante.

—¿Cómo se representa esta obsesión en ti?

—Soy muy perfeccionista. Muy, muy perfeccionista.

—¿En qué actitudes notas ese perfeccionismo?

—Busco el resultado que quiero y no descanso. Soy llevado a mis ideas, en el sentido más literal de la palabra. Por ejemplo, esta idea de la Misa es algo que quiero hacer y, como quiero hacerla, creo que se va a hacer porque la voy a perseguir hasta el final. 

—¿No existe el espacio para que no se haga?

—No me veo rindiéndome. Y eso ha sido una característica mía que me ha acompañado absolutamente toda la vida. 

—¿Alguna vez has sentido miedo de la obsesión?

—¿Miedo? No. Es un poco cansador, a veces, pero no lo veo como algo malo. Creo que ser porfiado es una cualidad que te lleva a lugares. Perseguir cosas con determinación te lleva a puerto, en la lucha, la resiliencia, en la disciplina, porque siempre lo veo como una obstinación positiva. Estamos buscando cosas buenas. Imagínate hacer un concierto, ¿qué puede tener de malo? De hecho, todo lo contrario. Hacer conciertos tan grandes como la octava de Mahler es la celebración de la colaboración máxima. Es mucha la gente que está involucrada, eso es lo lindo. No es una cosa megalómana. No es una cosa de «quiero dirigir una cosa que tenga mil personas», sino de «¡qué bacán que haya mil personas involucradas en lo mismo!». 

—¿Hay diferencias entre la pasión y la obsesión?

—No, yo creo que son primos —ríe—. La pasión te lleva a ser obsesivo porque amas mucho lo que haces. Estás buscando que ocurra.

—En tu camino a convertirte en director, ¿algo resultó ser como no esperabas?

Se queda en silencio un par de segundos. Gira la cabeza, piensa.

—Hay cosas que son difíciles, pero las esperaba —dice finalmente.

—¿Qué cosas?

—Es un medio competitivo, no en el sentido negativo, sino porque haber dirigido una orquesta es bien piramidal. Es una cosa visual: es un director por orquesta, solo una persona. Eso hace que el campo laboral sea muy reducido, que la competencia sea difícil en el sentido de que realmente tienes que estar siempre muy bien. Cada oportunidad la tienes que aprovechar mucho, tienes que generar buenos resultados musicales, artísticos y humanos con las orquestas que diriges para que te vuelvan a invitar. Lo comparo mucho con los tenistas, los admiro muchísimo. Son un poco parecidos, en el sentido de que cada partido vale. Pero no solamente eso, sino que, cada vez que ganan un torneo, el próximo año lo tienen que volver a ganar porque, si no, bajan de punto. ¡Y más encima es solo! Es la presión psicológica de que siempre tienes que estar ahí: arriba, arriba, arriba dando lo mejor que puedes dar. Nunca puedes guatear, no hay espacio para eso. Uno no se puede enfermar, porque no puedes cancelar. Si cancelas, te reemplazan y perdiste la oportunidad.

—Si enfermas, ¿no te llaman más?

—No sé si «no más», pero los teatros también son productores de espectáculo, necesitan seguir adelante. Si cancela alguien, ¡listo! —exclama chasqueando los dedos—, en dos horas más ya hay reemplazo.

El 14 de noviembre de 1943, un joven Bernstein fue llamado a último minuto para dirigir a la Orquesta Filarmónica de Nueva York. El director original Bruno Walter enfermó repentinamente, por lo que Leonard debió dirigir a los músicos en el Carnegie Hall sin un solo ensayo. Su glorioso debut fue confirmado por una editorial de The New York Times al día siguiente: «Es una buena historia de éxito estadounidense. El cálido y amistoso triunfo llenó el Carnegie Hall y se extendió por las ondas del aire».

—Al que reemplazó ya era una leyenda. De alguna forma, al que reemplazó no le pasó nada. Bernstein ganó, porque fue el momento de brillar —asegura Paolo. 

—En tu camino como director, ¿has conocido a un músico que no haga una frase siguiendo tus indicaciones?

—Nunca así full negativo, pero también es parte de la vida que uno no sea, como dicen las abuelitas, «monedita de oro». Te vas a encontrar con gente que tu personalidad no les hace el mismo click que a las otras —dice chasqueando los dedos—. Y está bien, hay que aceptarlo. Eso no te puede obsesionar, porque, si te obsesionas, te llenas de inseguridades. La orquesta es una suma de individualidades, pero como resultado final es un colectivo. Es con la orquesta que te tienes que llevar bien. No te puedes quedar pegado con una mala cara porque, si es así, no funciona. La pregunta más difícil que siempre me hacen es cómo llegar a que una orquesta te siga. Es muy difícil de explicar, porque te puedo dar parámetros como estar muy preparado, saber lo que quieres y ellos tienen que saber que tienen una autoridad musical. No porque eres el jefe, a mí eso nunca me ha importado. El liderazgo no tiene que ver con tu rango, para nada. Tiene que ver con si eres capaz de convencer, motivar y mover, pero esa motivación viene de una autoridad artística.

—Hoy por hoy, ¿funcionan los directores autoritarios?

—Ya no. Los directores autoritarios que ejercen desde el poder están cada vez más en retirada. Las orquestas ya no los aguantan, no se genera una buena relación. Antes, las orquestas estaban sometidas a estos personajes porque tampoco había parámetros de protección, no existían los sindicatos. La orquesta no es una oficina, la orquesta son puros artistas. Todos tienen un punto de vista de la música desde la sensibilidad de ellos mismos. Partiendo de esa premisa, creo que nunca va a ser un camino el ser autoritario. Al final de cuentas, lo que tu quieres es potenciar esas individualidades artísticas, ese compromiso con la estética, con la belleza, con las ganas de estudiar tus pasajes porque quieres que todo esto salga bien. Si lo haces desde el miedo, de la opresión, desde el control extremo, eso no sale, no está respirando. Hay que dejar que la orquesta respire. 

—¿Alguna vez has presenciado una escena de autoritarismo por parte de un director?

—Sí, pero no voy a decir quién —anticipa—. Pero sí, he visto.

Reemplazo mi pregunta: 

—¿Cómo fue esa situación?

—Teeensa. Siempre son tensas porque, al final, la orquesta no va a decir mucho. Son situaciones incómodas, porque lo que ocurre son exabruptos temperamentales de personas que no supieron controlar-se —dice acentuado el «se»y, sobre todo, no ver las cosas con perspectiva: de partida, no estamos haciendo una operación a cerebro abierto, no se va a morir nadie. Estamos construyendo un momento de belleza para el público y para nosotros. Y dos, se rompe esa organicidad de ir en búsqueda de algo positivo, y se transforma en una cosa súper reprimida: oprimida y reprimida. La energía cambia, no funciona bien.

Paolo sigue con el teléfono en su mano. Recibe un mensaje.

—Me tengo que ir pa’ allá, tengo que ir a filmar el video —dice mientras se pone de pie—. Después seguimos. O mañana, pero igual avanzamos.

Salimos del camarín. Conversamos durante una hora y la comida no llegó. 

18:20 HRS: La noche de los juveniles

Entro a la sala del teatro de la Fundación CorpArtes —ubicado en la comuna de Las Condes— y Paolo ya está allí. Me da la mano y me pregunta cómo estoy. Hoy es el turno de «Pulsaciones», el tercero de los seis conciertos que se realizarán durante este año junto a la Orquesta Sinfónica Nacional Juvenil y directores invitados. A las ocho de la tarde, el recinto se teñirá del colorido y sabrosón programa que los chicos y chicas ensayaron durante esta fría semana: Revueltas, Zivkovic, Gershwin, Márquez y Ravel.

Antes de subir al podio, Paolo se ubica entre las butacas del público para escuchar la prueba de sonido. Desde allí, da instrucciones. Mueve la mano hacia abajo, extiende el brazo, se lleva la mano al mentón por unos segundos y levanta el pulgar en señal de aprobación. Parece gustarle lo que escucha: agita su cabeza y se menea siguiendo el ritmo cubano. Baja por el pasillo de la platea, vuelve corriendo a su posición original y sigue escuchando. Ha dejado de dirigir para convertirse en el único espectador que se ha puesto de pie para bailar y festejar la buena música. Vuelve a llevarse la mano al mentón y va al escenario para dirigir un breve ensayo. 

Mientras repasan «Bolero», Paolo le pregunta a las maderas si escuchan a los demás instrumentos. Ante la incertidumbre, el director les pide que mantengan todo el tiempo el contacto visual con él y así evitar perder el ritmo durante la interpretación.

Cuando quedan 20 minutos para la apertura de puertas, un hombre se acerca al escenario y, con dos dedos, golpea su muñeca señalando un reloj imaginario.

—Sí. Sí sé —responde el director ante la falta de tiempo.

Tras afinar un par de detalles del repertorio, los músicos se retiran a sus camarines con la ropa que usaron durante los ensayos semanales. Pero antes, Paolo se dirige a ellos.

—Lo último y lo más importante que les quiero decir: disfruten el concierto. Están haciendo un trabajo fantástico, los felicito. Un trabajo demandante. Está lleno de solos, está lleno de desafíos rítmicos. Encuentro que están tocando muy bien, de verdad, así que ahora disfruten el concierto. Me enorgullece poder liderar este concierto… ¡Así que vamos!

20:00 HRS: Inicia el concierto

Frente a un teatro repleto, la orquesta está a punto de iniciar el canto para matar a una culebra. Calma: no se trata de un invertebrado real sobre el escenario, sino de «Sensemayá» (1937-1938) del compositor mexicano Silvestre Revueltas, pieza inspirada en un poema del cubano Nicolás Guillén que cuenta el ritual de matanza de una serpiente. Así van parte de los versos:

¡Mayombe—bombe—mayombé!
¡Mayombe—bombe—mayombé!
¡Mayombe—bombe—mayombé!

La culebra tiene los ojos de vidrio;
la culebra viene y se enreda en un palo;
con sus ojos de vidrio, en un palo,
con sus ojos de vidrio.

Cada joven músico está en su posición, listos para iniciar el rito. Ya no visten su ropa de ensayo. Ellos usan traje negro, camisa blanca y corbatas rojas; Ellas usan vestidos oscuros y tacones. Paolo Bortolameolli entra al escenario y, desde su podio, saluda al público y le explica lo que están por escuchar. 

—Este rito de origen afrocubano despertó la imaginación de Revueltas porque está basado en un poema que en la métrica, justamente, están estas acentuaciones irregulares. ¿Qué quiere decir eso? Cuando uno camina, cuenta en dos: un, dos, un dos. Cuando uno baila un vals, baila en tres: un, dos, tres, un, dos, tres. Hay música, también, escrita en cuatro. Esto no, esto está escrito: un, dos, un, dos, úndostres, un, dos, un, dos, úndostres todo el tiempo —cuenta chasqueando sus dedos en cada pulso—, porque la métrica del poema original está escrito de esa forma. 

«Sensemayá» comienza con un leve sonar del clarinete bajo, una serpiente que se enreda por cada línea del pentagrama para no ser descubierta. Paolo mueve su tronco y brazos arriba, al centro, a los costados y arriba nuevamente. El tambor suena de fondo e invoca el sacrificio. Luce tan embaucado que me pregunto si él dirige la música o la música lo dirige a él. 

La culebra camina sin patas;
la culebra se esconde en la yerba;
caminando se esconde en la yerba,
caminando sin patas.

¡Mayombe—bombe—mayombé!
¡Mayombe—bombe—mayombé!
¡Mayombe—bombe—mayombé!

El ritmo se vuelve más estable, se integran las cuerdas y la captura se vuelve inminente. Mientras cada instrumento golpea de muerte a la encantada culebra, Paolo mueve su cuerpo con la intensidad de un mal sueño donde se bate a muerte con el animal.

Tú le das con el hacha y se muere:
¡dale ya!
¡No le des con el pie, que te muerde,
no le des con el pie, que se va!

La serpiente muere junto con el último aliento triunfal de las trompetas. El público aplaude el ritual e inicia «Trío para uno», la segunda pieza de la noche compuesta por el serbio Nebojsa Jovan Zivkovic. Consiste en una obra donde tres percusionistas tocan con habilidad, al mismo tiempo, un tambor, los bongos y cacerolas. Los golpes de las percusiones ya no se escuchan ahogadas como en el estudio de televisión, sino que crecen y retumban por cada rincón del teatro. Le sigue «Obertura Cubana» de George Gershwin, estrenada en Nueva York en 1932 frente a 18.000 personas. «Gershwin visitó La Habana y quedó enamorado del olor a latinoamérica (…) Era un compositor norteamericano, entonces lo que él hace es llevarse este gran regalo de creencias, de lo que él vivió, de lo que comió, lo que visitó, de lo que observó y lo transforma en su propia versión donde adopta ritmos que todos nosotros vamos a sentir muy nuestros, muy latinos», explicó el director un par de minutos atrás. La primera parte del concierto finaliza entre aplausos, pero, antes de continuar, Paolo considera que es momento de interactuar con la gente.

—¡¿Cómo están?! —pregunta Bortolameolli con el micrófono en la mano. Luce como un animador de televisión.

—Bieeeeeeeen —corean cientos de voces con cuestionable coordinación.

—Esa es la actitud. Vamos a distender el ánimo —baja del podio, camina por el escenario y sube la escalera para llegar al lugar de los percusionistas—. Señor de percusión, ha tenido un programa, hasta ahora, muy ocupado. ¿Usted qué opina del programa?

—Bonito —responde el joven músico.

El público se ríe ante la breve pero acertada respuesta.

—¿Qué opina de la activa participación de la percusión?

—Hay pocos programas donde la percusión toma mucha importancia, mucho rol a la hora, incluso, de dirigir la orquesta. Somos, prácticamente, los que dirigimos la orquesta.

—¡Cacha! —exclama el director entre las nuevas carcajadas del público—. ¿Se ha visto postergado usted en otros programas? 

—Yo creo que sí —bromea el percusionista.

—¡Está sensible el tema!  —replica Bortolameolli mirando a los espectadores.

Paolo vuelve a estallar las risas del público y pienso en lo que me dijo hace unas horas, que «ser director de orquesta podía ser mucho más que pararse en un podio a dirigir una sinfonía». Camina un par de pasos y comienza a entrevistar a otro joven músico.

—Usted, ¿qué tiene qué decir? Pero no tanto, porque ya me llegó la crítica.

—Me parece increíble que la percusión tenga este protagonismo en el programa. No siempre está la oportunidad de que estén todos estos instrumentos y tocar este tipo de música. 

—¡Eso me gustó! —exclama Paolo mientras camina hacia su izquierda para entrevistar a un tercer integrante—. Hay muchos instrumentos, eso sí es cierto. ¿Cuál es su instrumento favorito en este set? 

—Es una pregunta bastante difícil, porque hay varios —responde el joven, como si fuese un programa de concursos—. Yo me inclinaría, en este caso, porque es un instrumento latinoamericano, por las timbaletas.

—¡Eso! ¿Podemos tener un ejemplo, por favor, de las timbaletas? —pide el director mirando al timbalero.

 El público aplaude el solo de timbaletas y, luego del «The late late show with Paolo Bortolameolli», el programa continúa con el «Danzón N° 8», obra compuesta por el mexicano Arturo Márquez en 1994 y nunca antes tocada en Chile. Un dato curioso es que, en la primera página, Márquez dedica la pieza al compositor y pianista francés Maurice Ravel. «Lo que toma es la influencia de lo que para él le resuena. Es esta memoria colectiva de esta música que hemos escuchado desde que somos niños. Justamente el Danzón tiene una estructura similar. Parte muy tenue, casi imperceptible, está lleno de solos. Pero es como ver a través de los ojos latinoamericanos lo que el Bolero de Ravel nos dejó», mencionó Paolo al iniciar el espectáculo.

Considerando este homenaje, los redobles de tarola del «Bolero» de Ravel nacen tímidamente, con la precaución de una marcha militar por campo minado. La caja sigue este ritmo, aumenta la intensidad orquestal y el joven músico Marcos Guineo se roba el protagonismo con su solo para clarinete piccolo. 

El concierto llega a su fin y las mamás se ponen de pie para aplaudir. Dan saltos, arrojan besos con sus manos y saludan a sus hijos como si no los hubiesen visto en años. El señor a mi costado aplaude lento, pero con más fuerza que las demás personas de la fila.

—Otra, maestro, ¡Otra! —le ruega gritando a Paolo.

Para su fortuna, la orquesta vuelve a tomar lugar e interpreta, nuevamente, el «Danzón N° 8» de Márquez al ser la primera vez que se toca en Chile. Con esto, también, la segunda. La tercera vez será mañana con la interpretación del programa «Pulsaciones» en Viña del Mar.

La Pantera Rosa visita Puerto Varas

Marcos Guineo (19) no tenía ningún apego a la música en ningún sentido. No fue hasta 2015, cuando escuchó al profesor Boris Silva interpretar «La Pantera Rosa» en clarinete y a una chica con el saxo, que sintió ganas de aprender la canción por su propia cuenta. 

—Oh, quiero tocar los dos —pidió el joven al escuchar ambos instrumentos.

—No, tiene que ser uno —le respondieron.

Así ocurrió el Efecto Mariposa. Marcos comenzó a asistir a una academia de música en Puerto Varas, integró la FOJI regional y, en 2023, se mudó a Santiago para estudiar interpretación en clarinete en la Universidad Católica. Sin conocer a nadie en la gran capital, se asentó en la habitación de una residencia estudiantil. Por un año, dice, se dedicó solo a estudiar, hasta que se dio cuenta que también era necesario descansar.

Su clarinete y él.

Él y su clarinete.

—No sabía en qué hueá’ me estaba metiendo, porque en realidad no lo sabía. Empecé, literalmente, por cosa del azar o destino —me cuenta.

¿De qué forma te ha ayudado la música en tu estadía en Santiago? 

—Siempre me he apoyado con mi familia y mi pareja, pero la música en realidad me ayudó mucho a tener claro a lo que venía a Santiago. Mi profe de clarinete me decía que iba a ser complejo el inicio, porque también le pasó lo mismo a la hora de estudiar su carrera. 

Tanto tocar le dio resultado. Luego de su paso por la Orquesta Sinfónica Estudiantil de la Región Metropolitana (OSEM), Marcos fue admitido este año en la OSNJ, cuadro dirigido titularmente por Paolo Bortolameolli. Han pasado doce días del doble concierto de «Pulsaciones» y el clarinetista sureño recuerda perfectamente su participación.

¿Qué fue lo más desafiante de la interpretación del solo de piccolo de «Bolero» de Ravel? 

—Lo más desafiante es la afinación, pero sobre todo, en el caso de CorpArtes y en Viña, saber cómo poder tocar ese instrumento y que no suene súper fuerte. Al fin y al cabo, es un registro agudo en el instrumento, entonces se va a escuchar sí o sí. Entonces, [hay que] tener un cierto dominio de lo que es CorpArtes, que se escucha muchísimo más. Se escucha todo y también se embellece todo. Mientras que, en Viña, [el lugar] es un poco más seco que CorpArtes. El desafío fue ese, adaptarse a cada uno. Pero, en CorpArtes, el desafío fue que se escuche despacio. Aún así, cuando yo lo escuché, se escuchaba algo fuerte el solo —recuerda riendo—. Bastante fuerte. El desafío de Viña fue que nunca había ido a ese teatro.

—¿De qué forma la dirección de Paolo te ayudó a sacar lo mejor de la interpretación del solo?

—Uno siempre tiene que estar escuchando el solo del tambor, pero, a veces, uno no lo logra escuchar. Entonces, ¿en quién me resguardo?: En Paolo, quien está así todo el rato —dice marcando los tiempos musicales con sus manos—. Preciso. Lo miraba cada cierto tiempo, porque no lograba escuchar el tambor. Lo miraba y decía «ya, tengo que caer acá».  En los dos teatros me pasó con ese solo. Siempre lo miraba de reojo o lo miraba directamente para saber cómo calzar bien [el clarinete] por el tambor.

—¿Cuál es la principal diferencia entre la dirección de Paolo en relación a otros maestros con los que has participado?

—Él habla y dice a detalle qué es lo que falla, qué es lo que ocurre y también lo que está bien. Y eso es súper importante porque, si solamente dices lo que está mal, los músicos se pueden deprimir. Por ejemplo, con Sensemayá, decía «está muy bien, pero quiero que salga magnífico» —parafrasea Marcos—. Se pulían ciertos detalles, se vieron muchos de esos detalles. Pulir detalles súper chicos que, quizás, la gente no notó. Pero a la hora de hacerlo era lo que él quería. Otra gran diferencia es la exigencia en la velocidad. Cuando se tocó tanto «Romeo y Julieta» como «Pinos de Roma», lo tocaba muy rápido. El primer tutti fue rapidísimo y es algo que a mí me gusta, porque eso es sacarle más el juego a los músicos y no tener que tocarlo lento. Se toca verdaderamente rápido para que haya una verdadera exigencia personal. 

—Considerando que el vínculo entre un maestro y una filarmónica puede permanecer por años, ¿qué es lo más importante en la relación entre el músico y su director?

—Lo más importante es llegar a un punto en común de la interpretación de algo. 

Marcos comienza a recordar el ensayo de «Pinos de Roma» —poema sinfónico compuesto en 1924 por el italiano Ottorino Respighi—, cuyo solo fue interpretado por su compañero Ian. Después de la práctica, Paolo conversó con el solista y le dio indicaciones «que eran superútiles».

—Pero no le dio ninguna indicación interpretativa del solo —destaca positivamente Marcos—. Al fin y al cabo, el director tiene que confiar en los solistas. Eso se demuestra en el Bolero de Ravel, [donde] normalmente se ensaya desde el término de todos los solos para adelante. Paolo ha demostrado esa confianza.

—¿De qué manera un director logra transmitir el carácter de una pieza a los músicos?

—Paolo tiene una forma característica. Algunos directores son de moverse, de hablar: él hace todo eso. Se mueve de una manera cuando hay una sección más romanticona, más pequeña. Él es de demostrarlo con su cuerpo. Hace movimientos ondulados, circulares y también respirando. Puedo estar de acuerdo o no en que lo haga, pero al fin y al cabo funciona bastante. Antes de una entrada, respira. Hace un pequeño suspiro —retrata Marcos haciendo una pausa respirando— y entra directamente a la pieza. De repente, para el ensayo y va a hablar directamente con los músicos. Eso una vez lo hizo. Paró todo y dijo «a ver, algo no está saliendo bien». Entonces fue directamente donde los bronces y les dijo esto es así, así y así. Paró el ensayo y volvió. Algunos directores son más de hacer así, como un metrónomo a la hora de dirigir —relata imitando a un guía frío, casi robótico—, pero él muestra mucho su emoción. Demuestra mucho que ama la música y lo que está haciendo.

—¿Qué  vuelve diferente la gestualidad de Paolo frente a la de otros directores?

—Algo que nunca antes había visto en un director es el suspirar. Quizás hacer una leve respiración, pero él es el único que, hasta ahora, he escuchado que hace un ruido que se escucha bastante —dice emulando una respiración profunda y una exhalación violenta—. Eso es lo que la diferencia de los demás. No es algo malo, es su manera de interpretarlo.

—¿Cómo definirías el liderazgo de Paolo?

—Muy alto, se nota que es un gran líder a la hora de dirigir.  Más aún, por el respeto que uno le puede tener por la reputación que tiene. Es algo que se va ganando con su historial. Sobre todo el tema del respeto. De repente, se hace alguna que otra broma, algún que otro chiste y él también se ríe. Pero cuando verdaderamente hay un momento de seriedad o un momento que no sale un pasaje, se nota mucho, por su parte, la seriedad. Es un gran trabajo el que hace. Sobre todo el hecho de ver un pasaje durante todo el rato, todo el rato, todo el rato, todo el rato, para que salga bien. Es una gran persona. 

—¿Cuál ha sido la lección de Paolo que marcó un antes y un después en tu carrera como intérprete?

—Cuando Paolo llegó, fue una especie de antes y después de director. No quiero decir que los de antes hayan sido malos dirigiendo, pero Paolo llegaba a mostrar algo diferente. Es lo más cercano que estaría de un director que sea de Estados Unidos. Con su historial sobre todo, como hemos hablado de la exigencia, ha demostrado esa diferencia de persona. Esas ganas de ser virtuoso. Al fin y al cabo, lo virtuoso no está necesariamente en lo rápido, sino que, también, en lo controlado. Tocar rápido no es algo imposible. Cualquiera puede tocar rápido, cualquiera puede hacer que la orquesta toque rápido. Pero no cualquiera puede hacer que todos toquen como Paolo y no todos dirigen como Paolo. Esa es la diferencia que marca, al menos a mí, mi vida musical. Es como el primer director de ese nivel.

Jueves 27 de junio: Mediodía

Luego de la vibrante presentación de la Orquesta Sinfónica Juvenil anoche, hoy es el turno del ensayo general de La Ciudad de Oro en el Teatro Municipal de Santiago. El concierto incluirá la interpretación de Lohengrin, WWV 75: Preludio, Acto 1 de Wagner; la Sinfonía N° 38 en Re Mayor, K. 504: Praga, de Mozart y, finalmente, la Sinfonía N°7 en La mayor, op. 92 de Beethoven. Le escribo un mensaje a Paolo para preguntar a qué hora será:

(12:13)MATÍAS: Hola! Cómo va todo?

                            El ensayo general de hoy es a las 15 hrs?

(12:18)PAOLO: Hola,

                           Sí.

(12:19)MATÍAS: Súper, nos vemos. Ayer estuvo genial lo de CorpArtes.

(12:22)PAOLO: Te dije que escucharías algo COMPLETAMENTE distinto a lo que venías percibiendo en los ensayos ;

                           Es otra orquesta en un teatro bueno y con la energía de un concierto.

(12:23)MATÍAS: Sii, incluso tuvo más sabor, jaja.

(12:24)PAOLO: Estaba todo calculado jaja. Los conozco bien. Sé CUÁNTO crecen. Así que puedo proyectar la curva cuando estamos ensayando.

Ensayo general de «La Ciudad de Oro» en el Teatro Municipal de Santiago

Cuando quedan 15 minutos para las tres de la tarde, el teatro está casi repleto. Los músicos visten como en los ensayos con su ropa cómoda, nada formal. El escenario luce igual que en los ensayos de ayer y del martes, solo que Paolo ya no tiene su botella de agua en el podio ni los artistas sus bebidas isotónicas a un costado de sus sillas.

A las tres de la tarde con tres minutos, luego del ritual de afinación, Paolo entra al escenario. No viste frac, sino polera negra, un pantalón beige y zapatillas blancas. El público lo aplaude y Lohengrin comienza. Las trompetas se vuelven protagonistas y recuerdo las indicaciones que dio ayer durante las prácticas:

—Puede crecer un poco más cuando entran todas las otras trompetas —pidió.

Y las trompetas están creciendo un poco más, tal como quería. La pieza de Wagner resuena en el teatro y, cuando los trombones permanecen solitarios en una intensidad muy suave, consiguen esa evolución de la que Paolo habló:

—En la última parte que quedan, por favor, en el pianissimo. O sea, penúltimo, en el uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve compases al final, ¿podemos verlo? Los últimos nueve —preguntó.

Los trombones ejecutaron un La sin tanta uniformidad en el comienzo.

—No, no, no. Otra vez. Más igualado el sonido en el primero.

Los trombones volvieron a tocar un La considerando la indicación de Paolo. 

—Tenemos crescendo. ¿Podemos hacerlo un poquito más? —instruyó.

Los trombones repitieron el La con un aumento gradual de la intensidad hacia el final.

—¡Eso! —dijo con convicción.

Bortolameolli sigue dirigiendo de espaldas al público, así que no se da cuenta del señor en la platea que toma tres fotografías con flash, pese a que está prohibido. Una de las asistentes de sala se acerca y le pide que, por favor, no lo vuelva a hacer. Lo vuelve a hacer. 

El preludio de Lohengrin llena cada rincón del Municipal, pero al señor de barba y lentes que duerme a mi lado parece no importarle. A quien sí le importa es a un pequeño niño en el balcón derecho que observa imperturbable a los músicos mientras la mujer a su lado se abanica. Los violines y cellos suenan increíbles, probablemente por el minucioso repaso realizado por los instrumentos de cuerda ayer por la tarde:

—Salió bien, pero quiero que salga perfecto. Tarirarirariiii —dijo Paolo cantando para que los músicos entendieran mejor la interpretación del pasaje musical.

La orquesta finaliza la primera pieza del ensayo general. El público aplaude, aprovecha la breve pausa para toser y el señor de barba y lentes despierta. Paolo comienza a hablarle a la audiencia, como es de costumbre. Dice que lo más esencial sobre esta música es su espiritualidad, que la sinfonía «Praga» es un tremendo ejemplo de Mozart en su estado más puro y que Beethoven tenía una obsesión por los motivos rítmicos que se repiten. 

Suena la primera nota de la Sinfonía N° 38 de Mozart. Durante el segundo movimiento «Andante», Paolo da pequeños brincos y dirige clava su mirada a los músicos: dispara a izquierda, se voltea y observa a los músicos de la derecha y luego vuelve a su lado izquierdo. Inclina su cuerpo hacia cada polo y mueve los brazos, pide intensidad. Llega el compás 210 y la orquesta recuerda a qué velocidad aferrarse:  

—El tempo uno es en el doscientos… seis, siete, ocho, nueve, diez —explicó Paolo mientras contaba en su partitura—: 210. En el 210, tempo uno.

El tercer movimiento recupera la tonalidad inicial con ese compás de 2/4 —dos tiempos de negra por cada uno— y remota el sincopado del Allegro. Paolo baja su batuta anunciando el final de Mozart y comienzan los 20 minutos de intermedio. Las personas aprovechan de ir al baño y, por supuesto, tosen como si se les fuera a caer la garganta. Una mujer de pelo platinado cuida las pertenencias de su esposo que ha salido y conversa con una chica solitaria.

—Yo estoy muy emocionada de ver y escuchar esta música —le dice a la joven.

Finaliza el receso y el señor de barba y lentes se ha vuelto a dormir. Inicia la séptima de Beethoven, pero esta vez no se escucha el ruido de los lápices contra el atril que hacían los músicos al anotar las indicaciones. Cuando pasan por el compás 144, el sonido de los instrumentos es menos efusivo que antes:

—Aquí estoy, 144 —dijo Paolo mientras los músicos revisaban sus partituras.

Las cuerdas y vientos interpretaron el compás.

—No. Está demasiado expresivo, menos expresivo —corrigió Paolo—. No «IAAAAAAA» —cantó con voz profunda—, no. «YARA-YARA» —cantó con voz suave para demostrar que la intensidad debía disminuir.

Las cuerdas y vientos volvieron a interpretar el compás tal como Paolo indicó.

Hacia el final de la pieza, durante el cuarto movimiento «Allegro con brio», los músicos interpretan el compás 326 con una potencia violenta en relación al resto. Es evidente que le prestaron atención al director cuando dijo que se trataba de un punto «muy importante para todos»

—Ese fortissimo súbito que hay, o sea, realmente tiene que haber un  contraste enorme. Porque la primera vez no hubo eso, era puro sforzato. Esta vez sí es tremendo fortissimo súbito.

El silencio se apodera lentamente del último acorde beethoveniano y, en medio de la ovación del público, Bortolameolli se apoya en el barandal dorado del podio. Gritan «¡bravo!» y el director sale del escenario, vuelve a entrar y le da la mano a los dos violinistas que estaban a su izquierda. Mira al público una última vez, empuña la mano y gira su muñeca, así como elongando. Sale del escenario junto a la orquesta. Se ve tranquilo, relajado, pero los espectadores no saben que en menos de dos horas debe estar en Viña del Mar para replicar el concierto de anoche junto a los juveniles.

Me levanto de mi butaca y pienso que es el segundo aplauso más fuerte que he oído en mi vida. El primero lo escucharé en menos de 24 horas.

Viernes 28 de junio: «La Ciudad de Oro» en el Teatro Municipal de Santiago

Minutos antes de que comience el concierto, un niño pequeño camina por la calle San Antonio de la mano de su padre. Se detiene en una de las puertas del Teatro Municipal de Santiago, mira hacia el interior y vuelve la vista al adulto.

Aquí es dice el muchacho.

No, a la vuelta responde su papá señalando el fin de la calle.

El niño se va saltando feliz. Poco a poco, los músicos ingresan al teatro con los instrumentos en sus espaldas: los violines en un estuche cuadrado y los cellos en una maleta con forma curvilínea. Algunos de ellos vuelven a salir para fumar cigarrillos y revisar sus teléfonos antes del concierto.

De pronto, Paolo aparece. Viste un abrigo negro, chaleco gris, jeans y zapatillas Adidas. Se detiene a conversar brevemente con un grupo de personas en el exterior, quienes le preguntan sobre el concierto de anoche en Viña del Mar. Entra al teatro hacia el hall de camarines, siempre diciendo «Hola, ¿cómo estás?» a todo el personal (o su variación: «¿Cómo estamos?»).

Un asistente del recinto ingresa junto a él a su camarín: el número 1. El hombre lleva libros con partituras en sus manos.

—Esa es la última —le dice Paolo indicando uno de los libros.

Ya.

Déjeme una sola cosa que quiero ver de acá —responde al ayudante mientras ojea una de las partituras. 

¿Le puedo dejar las dos en el atril? —consulta el asistente.

Claro.

El colaborador sale rumbo al escenario a dejar los libros con las piezas musicales y cierra la puerta de la habitación.

—¿Cómo te fue ayer en Viña? —le pregunto yo esta vez.

—Bieeen, bien. Estuvo buenísimo.

En 1889, doña Mercedes Álvarez —viuda del ingeniero José Francisco Vergara— donó los terrenos para la construcción del Teatro Municipal de Viña del Mar. El inmueble es de estilo historicista con impronta de orden jónico en sus columnas de acceso, un tipo de elegancia europea que la benefactora intentó replicar en Chile. Su construcción inició en 1925, y fue inaugurado el 11 de octubre de 1930 por el presidente Carlos Ibáñez del Campo.

Tras el terremoto de 2010, el recinto permaneció cerrado por 13 años debido a los daños estructurales, siendo reinaugurado a finales de 2023. Desde entonces, Paolo ha dirigido dos veces ahí: ayer, replicando el programa junto a las juveniles; y en enero, con un repertorio que incluyó a compositores como Strauss, Beethoven y Debussy.

—Fue un concierto reimportante, porque fue el primer concierto de una orquesta en ese teatro desde que se reinauguró —explica Paolo cuando tres golpes inseguros anuncian la llegada de alguien. No los escucha porque está del otro lado del camarín.

—Golpearon la puerta —le advierto.

—Puede ser —dice mientras gira la manilla de la puerta.

Otra asistente del recinto aparece para ver cómo va todo dentro del camarín.

—¡Hola! —dice ella.

—Hola, ¿cómo estás? Cuéntame.

—¿Todo bien con el vestuario?

—Sí.

—¿Necesitas algo?

—No, por ahora no —responde con el tono de alguien que tiene todo bajo control—. Vine con todas las cosas planchadas, está todo bien.

La mujer le pregunta sobre la vestimenta para mañana, pero Paolo le dice que lo vean después del show, de ser necesario. Ella le dice que cualquier cosa quedará atenta y él agradece. Cierra la puerta.

—¿Alguna vez has dejado de sentirte nervioso antes de subir al escenario?

—No, pero son nervios distintos. No son nervios ansiosos, no son nervios que te sobrepasen. Es como adrenalina, concentración y «ya, ¡vamos!». Pero es que, si no fuese así, yo creo que son necesarios. Es como el impulso que te da el sentir así para que las cosas estén en tu máxima capacidad. Sobre todo eso, que estés en tu máxima capacidad intelectual, emocional, espiritual, todo. Así como «ya, listo, ¡vamos!» —dice mientras da un aplauso, una arenga para sí mismo—. «Entreguemos. Démoslo todo, démoslo todo».

—Estuve revisando tu Spotify y, además de la playlist de tu libro «Rubato», no encontré grabaciones tuyas.

—Es que no tengo —dice con la tristeza de un niño que no recibió lo que quería para Navidad.

—¿Por qué no?

—Porque no se ha presentado la oportunidad de grabar con un sello o algo así, po’. Y las versiones en vivo siempre son un hueveo así brutal, no es fácil.

Cinco golpes en la puerta interrumpen la conversación. Los primeros tres van unidos, en tanto los otros dos se acompañan a la distancia: TA-TA-TA–TA-TA. Por la seguridad en que llamó a la puerta, concluyo que Paolo espera esa visita. Abre la puerta.

—¿Cómo estás? —le pregunta a la mujer que entra con un café y un alfajor con manjar cubierto con chocolate.

—Oye, no me reclames. No está caliente el café.

—Graaacias —responde con ternura mientras recibe la comida.

Conversan sobre la filmación del concierto de hoy y de Frankenstein (no, no del creador del monstruo, sino de una forma de registrar el audio y parchar algunos errores sobre ese primer intento. Un brazo de aquí, una pierna de allá, pero con música). Paolo responde todas las dudas técnicas mientras come: cuesta entender lo que dice, porque masticar y conversar al mismo tiempo nunca ha sido fácil. Engulle su alfajor, busca los pantalones del traje y los deja sobre la silla a un costado de la mesa. Cuando le explican algo sobre la reserva de los asientos, arroja un papel al basurero. Falla el lanzamiento.

—Así va a salir hoy día —bromea mientras se acerca para recogerlo y dejarlo dentro del contenedor. 

—Estamos mal, estamos mal —dice ella mientras ríe.

—Todo chueco.

Terminan de conversar. Ella sale del camarín, pero volverá en ocho minutos para grabar un saludo. Paolo quiere tener diez minutos a solas antes de subir al escenario.

 Retomamos el tema de la grabación. Me explica que el principal obstáculo para el registro, uso y distribución digital de un concierto dirigido por él —o cualquier director, a fin de cuentas— son los derechos de autor o determinadas cláusulas contractuales en las que solo el conductor puede recibir y revisar el material, no la audiencia en general.

—Cuático —le digo.

—Es súper cuático, lo cual es terrible —confirma—. Al final de cuentas, encuentro que eso es un desperdicio para todos, porque lo mejor sería que todo el mundo pueda ver todo. Pero son cosas legales, po’. Estamos atados de manos por leyes: leyes internacionales o leyes nacionales, lo que sea. Pero todo lo que es derecho de autor o copyright es una joda, no puedes hacer nada. 

Para contrastar, Paolo vuelve a destacar la experiencia venezolana sobre esta materia.

—La orquesta de Simón Bolívar tiene por contrato que ellos filman todos los conciertos y todos los suben, ¿cachai? Pero eso ya está dentro de su propio contrato. Toda la orquesta está de acuerdo. Pero me encantaría, obvio —añade sobre la oportunidad de grabar algo propio y distribuirlo por las plataformas de streaming.

Suena un timbre ensordecedor. Significa que queda muy poco para el inicio del concierto.

—Te tengo que dejar, por cierto —me indica mientras se saca sus zapatillas Adidas y se coloca sus zapatos negros y brillantes, guardados en una bolsa roja que dejó caer sobre el suelo. 

Salgo de su camarín hacia el vestíbulo de baldosas blancas y negras: un gran ajedrez. Pese al cartel que dice “Prohibido correr en los pasillos”, algunos músicos y técnicos atraviesan a toda velocidad la puerta que da con la parte trasera del escenario.

El reloj marca las seis de la tarde con cincuenta minutos. Suenan dos timbres ensordecedores y el altavoz se activa: «¡Atención, diez minutos para comenzar, diez minutos!». Alfiles y torres ya están en el escenario con sus instrumentos, pero no hay rastro del rey.

El reloj marca las seis de la tarde con cincuenta y cinco minutos. Suenan tres timbres ensordecedores —siendo el último más largo que los dos primeros— y el altavoz se activa: «¡Atención, cinco minutos para comenzar, cinco minutos!». Paolo es la única pieza que falta del tablero.

El reloj marca las siete de la tarde y la puerta del camarín número 1 se abre. Paolo aparece vestido de un impecable frac negro, camisa, corbatín blanco y la batuta en su mano: el juego está completo. Camina por el pasillo hasta llegar a la parte posterior del escenario.

En medio de aplausos, el concertino Richard Biaggini —primer violín de la orquesta— entra al escenario. Hace una reverencia en 15 grados al público mientras las luces de los balcones, sostenidos por las figuras de ángeles de estilo neoclásico, comienzan a apagarse. Dirige la afinación de todos los músicos a la espera del director. Cuando finaliza, se ubica a la izquierda del podio.

Los hombros del maestro Paolo Bortolameolli se han vuelto gigantes. Respira profundo y exhala violento, pestañea dejando los ojos cerrados de vez en cuando y camina de un lado a otro: desde el acceso al escenario hasta un telón tras bambalinas. Repite ese recorrido tres veces. Carraspea la voz, cierra los ojos una última vez y entra al escenario ante los aplausos de 1.400 almas.

No me preguntes de dónde vengo

Bortolameolli levanta su batuta y comienza a dirigir el preludio al Acto I de Lohengrin, ópera del compositor alemán Richard Wagner compuesta entre 1845 y 1848. La obra cuenta la historia de la princesa Elsa de Brabante, acusada falsamente del asesinato de su hermano. 

Un día, un misterioso caballero llamado Lohengrin apareció en un barco tirado por cisnes para defender a Elsa de esa terrible denuncia. ¿Cuál fue su condición?, ella nunca debía preguntar por su origen. Lohengrin consiguió derrotar a sus acusadores y se casó con ella.

Paolo levanta triunfante ambos brazos —como si fuese él quien contrajo matrimonio con Elsa— y la intensidad de la interpretación aumenta: revientan las trompetas y los platillos orquestales chocan. Su respiración se oye a metros del escenario.

Pese a lo prometido, la princesa rompió la cláusula y le consultó a su héroe su verdadera identidad. Él le reveló que era un Caballero del Grial: un personaje con poderes de protección, pero con restricciones para permanecer en el terreno de los mortales. Tras la confesión, Lohengrin debió irse y Elsa quedó desconsolada.

El sonido de los instrumentos se apaga en un La mayor, con la melancolía de alguien que recuerda a un salvador. El preludio ha finalizado: los músicos bajan sus arcos y Bartolameolli su batuta. Los aplausos resuenan por todo el teatro, los músicos se ponen de pie y Paolo sale del escenario.

—Gracias —le dice a un asistente del Municipal que lo espera con un vaso de agua. La bebe de un tirón y la deja sobre una mesa con un dispensador.

Cuando Biaggini reanuda la afinación de la orquesta, las puertas de la sala se abren y los acomodadores llevan a las personas a sus asientos. Guardan las monedas que les dan como propina en sus bolsillos.

Los hombros de Paolo se vuelven gigantes otra vez: inhala profundo, exhala violento. Tiene la actitud de un jugador que entrará a la cancha a jugar la Copa del Mundo.

—Ya, vamos —se dice a sí mismo y vuelve a entrar. Los músicos se ponen de pie y la gente aplaude su ingreso. Espera el silencio y comienza a hablar al público sin micrófono—. Buenas tardes. En breves palabras, este concierto tiene ciertos rasgos que los conectan a todos. Lo que acaban de escuchar se titula el primer acto de Lohengrin. 

El programa continúa con la Sinfonía N° 38 en Re Mayor —más conocida como Praga— de Wolfgang Amadeus Mozart. El popular compositor nació en Austria en 1756, demostrando su talento musical desde muy temprana edad: a los tres años ya tocaba el clavicordio y a los cinco trazó lo que sería su primer concierto. 

—Una de las cosas que caracteriza la música de Mozart, en general, es su rasgo operático (…). Esta sinfonía, «La Praga», está llena de eso. Está llena de energía, de vitalidad, pero también de poderosos contrastes —detalla Bortolameolli al público, cumpliendo con la misma misión educativa que Bernstein se adjudicó.

Cuando la obra del austriaco finalice, el programa continuará con la Sinfonía N° 7 de Ludwig van Beethoven. Este destacado pianista, compositor y director nació en 1770 en el Electorado de Colonia, actual Alemania. Durante sus 56 años de vida, Beethoven compuso alrededor de 138 obras, dentro de las que se encuentran nueve sinfonías y 32 sonatas para piano. Dentro de estas últimas, destacan «Claro de Luna» y «Patética».

—Uno la escucha desde dos rasgos esenciales de Beethoven —advierte Paolo sobre «La Séptima»—. Primero, su obsesión. Es música obsesiva, es música que se queda con una idea fija. Está permanentemente  repitiéndola, renovándola, variándola, transformándola. Por otra parte, justamente, son ideas muy simples. Eso es lo que hace a Beethoven un compositor tan extraordinario porque, de ideas minúsculas de tres notas o un ritmo que se va a repetir durante todo el movimiento,  logra construir catedrales —enfatiza.

Todo el teatro lo escucha atentamente. Solo es interrumpido por las butacas que rechinan y por las personas que aprovechan la más mínima interrupción para toser.

—Para terminar, fue el mismo Wagner quien dijo que esta sinfonía era la apoteosis de la danza. Espero que disfruten este programa, muchas gracias —finaliza entre aplausos en el instante que nace la primera nota de la Sinfonía N° 38.

Un ídolo suelto en Praga

En 1786, Mozart era toda una estrella de rock en Praga, actual capital de República Checa. Acababa de estrenar en Viena «Las bodas de Fígaro», ópera bufa que relata en cuatro actos las relaciones amorosas y sociales entre los personajes aristocráticos y criados en el castillo del conde Almaviva. En este contexto, el austriaco visitó Praga para dirigir dicha ópera y estrenar su Sinfonía N° 38, una de sus pocas composiciones que sigue el modelo italiano de tres movimientos.

Paolo flecta sus rodillas y se agacha. Junto con ello, los músicos disminuyen la intensidad de su interpretación. En ocasiones, mientras dirige, cierra los ojos con ligereza y esboza una sonrisa casi imperceptible, sin enseñar la dentadura. Abre sus brazos sin prisa y parece volar sobre una cámara de violines y violas. 

El público adopta dos posturas corporales a la hora de escuchar «Praga». La primera es juntar las manos a la altura del mentón y entrelazar los dedos. Rezan, ruegan piedad. La segunda consiste en llevar la mano derecha al mentón sin pestañear. Reflexionan, filosofan.

Hacia el final de «Presto» —tercer y último movimiento de la N° 38—, la sombra de los violinistas se refleja en el podio de Bortolameolli: es una silueta feroz y coordinada que mutila instrumentos con los arcos. Tras ese fin de tempo rápido y enérgico, el sonido se apaga y «Praga» finaliza. Los aplausos vuelven a tomarse el teatro, los músicos se ponen de pie y, esta vez, salen junto a Paolo. El intermedio de 20 minutos ha comenzado.

—¡Está bueno el concierto!— dice una señora de pelo platinado mientras le agarra la pierna a un señor sentado detrás de ella. Se conocen desde antes (o eso espero).

Los asistentes abren las puertas y los artistas entran a la parte trasera del escenario con sus instrumentos en la mano. El sudor corre por sus mejillas.

—Tome, maestro —dice un técnico con un vaso de agua para Paolo. Él lo acepta, permanece un par de segundos tras bambalinas y se va hacia el hall de camarines.

—¡Qué hace calor! —exclama una músico con el rostro colorado.

Lo primero que hacen es guardar sus instrumentos en las maletas rígidas. Lo hacen con sumo cuidado, como si tomaran la cabeza de un recién nacido. Después, se hidratan: la mayoría bebe agua y unos cuantos se inclinan por una Coca-Cola. Algunos se suman a grupos de conversación y tiran la talla. Otros deciden estar solos y repasar pasajes de la pieza que viene. La comida de medio tiempo que más se repite son plátanos y cereales. Muchos de los músicos elongan solo sus dedos, apoyándolos en la palma contraria y ejerciendo presión sobre ella. Una de las cellistas saca de su cartera una banda elástica amarilla y elonga sus brazos y tronco: la estira por detrás de su cabeza y luego realiza ejercicios laterales. Una de las integrantes de la orquesta admite sentir dolor estomacal, pero decide tocar. El show debe continuar.

Un colaborador entra al escenario y coloca la partitura de Beethoven en el atril de Paolo. Los músicos comienzan a sacar sus instrumentos de las maletas y van a sus lugares. El concertino Richard Biaggini se ubica a un costado de la puerta, hace unos breves pero felices pasos de baile con su violín y entra con la seriedad de un profesional. Lo aplauden, hace una reverencia en 15 grados y dirige la afinación. Se apagan las luces y, antes de pasar a las tablas, una asistente arregla la cola del frac de Bortolameolli. Es el turno de la última pieza de «La Ciudad de Oro».

La Séptima

La física define «onda» como una perturbación propagada a través de un medio material que transporta energía sin desplazar permanentemente las partículas del medio. Por lo tanto, una onda sonora es aquella que se genera cuando una fuente sonora —como el violín que está por sonar— vibra y hace que las partículas del medio en el que se propaga —por ejemplo, al aire del Municipal— oscilen en torno a sus posiciones de equilibrio.

Paolo levanta su batuta con decisión y comienza el primer movimiento «Poco sostenuto-Vivace» de «La Séptima». Es una sección que inicia en un compás de 4/4 para luego, en el Vivace, dar paso a un compás de 6/8. Sus movimientos son prudentes, acompasados. Conducen el motivo principal y obsesivo de la pieza. 

Nuestro proceso de audición es como un partido de fútbol americano. Inicia con la captación de estas ondas —el balón— por el oído externo. Dichas vibraciones viajan a través del conducto auditivo —120 yardas de césped— hacia el tímpano, una membrana delgada que separa al oído externo del medio. Luego, el jugador llega con el balón hasta el oído interno gracias al trabajo de tres huesitos que transmiten el sonido como pases: Martillo a Yunque y Yunque a Estribo, quien le pasa el balón a Cóclea, estructura que transforma las vibraciones mecánicas en señales neuroeléctricas. Estas últimas son procesadas y percibidas como sonido por el cerebro humano. ¡Touchdown!

Esta sinfonía fue estrenada en 1813 en Viena en el marco de un concierto a beneficio para los soldados austriacos que resultaron heridos en la Batalla de Hanau, enfrentamiento en el que las fuerzas aliadas derrotaron a las tropas francesas de Napoleón. Este acontecimiento fue decisivo, ya que fue el primer paso para la caída del imperio napoleónico. Paolo ha comenzado el segundo movimiento denominado «Allegretto», el mismo que la gente pedía repetir una y otra vez hace mucho tiempo atrás pero que, ahora, solo se interpreta una vez. Una de sus cualidades es su estructuración ternaria (A-B-A). La sección A presenta el tema inicial, siendo contrastado en tonalidad y carácter por la sección B. Hacia el final, se retoma la parte A.

Pero hasta el jugador más talentoso puede lesionarse. La otosclerosis es una enfermedad donde el martillo, yunque o estribo crecen de forma anormal. Esta alteración impide que los futbolistas entreguen el balón, produciendo, así, una pérdida auditiva progresiva. Beethoven no nació sordo, pero escribió «La Séptima» con síntomas desarrollados de otosclerosis desde, al menos, diez años.

El tercer movimiento «Presto» retoma la obsesión beethoveniana y Paolo mueve su cuerpo con energía, emulando cada contraste y cada nota danzante agitándose. Esta es una sección organizada con forma de scherzo, es decir, con ritmos rápidos, figuras rítmicas repetitivas cargadas de júbilo. Otros compositores que también escribieron scherzos son Johannes Brahms, Piotr Ilich Tchaikovsky y Felix Mendelssohn-Bartholdy.

De tanta pasión, de tanto amor por la música, su pelo rizado se ha desordenado. Su cuerpo se agita y aleja con sus brazos a los fantasmas de Mahler, porque morir no está en sus planes. Cuando la música parece dirigirlo a él, me doy cuenta de que algo le falta… ¡La batuta de Bortolameolli ha escapado de sus manos! Abre los ojos de par en par, la busca y la encuentra a sus pies sobre el podio. En menos de tres segundos la recoge y se reincorpora, la blande por el aire y sella con un espadazo el cuarto movimiento «Allegro con brio».

El Teatro Municipal se ha mantenido en pie pese a tres terremotos y dos incendios, pero esta noche los aplausos lo están derribando: se partirán las alas de los ángeles que sostienen cada balcón, estallarán los 14.300 cristales de Baccarat del sol de la sala y el plafond de las cuatro alegorías teatrales sobre el suelo anunciará que «La Ciudad de Oro» ha finalizado. 

Paolo sale del escenario y su vaso de agua está listo. Lo bebe en milésimas de segundos y hace una pausa. Creo que va a decir algo.

¡WOOOOOOOOOOOOH! —vocifera, como si tuviera que expulsar por algún lugar toda la energía del concierto.

Vuelve a entrar y todas las personas del teatro, incluyendo la orquesta, están de pie. Hace una breve reverencia, mira al público y vuelve a salir para tomar agua. Entra nuevamente, saluda desde el podio y sale a hidratarse. Repite el ritual dos veces más y, finalmente, se retira junto a los músicos en un aplauso eterno.

—¡Buenísimo! —le digo.

—Estuvo bueno, estuvo bueno —dice dándome dos palmadas en el hombro. Se ubica en una esquina y les habla a sus músicos—. Queridos, ¡felicidades! Lo pasé muy bien.

Aguarda unos momento detrás del escenario y se retira al hall de camarines. Aún rojo, con frac y su vaso de agua en la mano, se da el tiempo de compartir con algunas personas que quieren saludarlo y felicitarlo por el concierto. Algunos solo le dan la mano, otros quieren una foto y un joven le pide que, por favor, firme su copia de «Rubato». Le dice que sí a todos.

Cuando la gente se ha ido del vestíbulo, me despido de Paolo y le doy las gracias por dejarme seguir su carrera en primera fila durante seis días. Salgo por la puerta que da a calle San Antonio y vuelvo a pensar en la pregunta que le hice el miércoles. Me permito recortar su respuesta:

—¿Hay espacio para la emoción cuando estás dirigiendo?

—Sí, mucho.

 

*Este trabajo fue elaborado para el ramo de Entrevista en Medios impartido por el profesor Gonzalo Saavedra en la Escuela de Periodismo UC.

 

Matías Torres es estudiante de quinto año de periodismo en la @fcomuc. Ha sido ayudante de Narración Escrita de No Ficción y, desde 2022, reportea y escribe noticias para el sitio web de la Facultad de Comunicaciones y asiste al Departamento de Extensión de la facultad. Además, se desempeñó como community manager para las elecciones municipales de 2024 y fue parte del equipo de producción de enlaces televisivos de Teletón 2024. Actualmente, colabora con el NetSense Lab, un laboratorio de escucha digital de la UC.