Baila, nada, pinta, estudia y tiene ochenta y siete años. Clemencia Cáceres se tituló de psicóloga este 2024 y quiere ejercer, pero antes disfruta de un año sabático. La explicación de tanta vitalidad puede estar en su historia de vida, en su visión de la muerte como felicidad, o en ambas.
Por Ignacio Muñoz
Edición: Teresa Leiva
Clemencia Cáceres debe organizar su semana para realizar las múltiples actividades que le gustan: natación, baile, clases de pintura, cursos online y más. Es que 87 es solo un número en su vida y no pareciera ser la edad que tiene. Las personas suelen quedar sorprendidas cuando escuchan que con esos años, la Cleme -como le gusta que le digan- se tituló de una carrera universitaria, además de realizar todas las actividades que le plazcan. Como si no tuviera límite, haciendo notar su energía rejuvenecedora.
“La Clemencia viene atrasada, pero feliz, dijo por WhatsApp”, avisa una de sus compañeras de la clase de pintura a la que asiste en la Universidad Miguel de Cervantes, misma institución en que se tituló de psicóloga este 2024. Es el último día del curso y presentarán el trabajo hecho. Las obras de la Cleme ya están pegadas en la pared.
Para el primer trabajo, les pidieron que dibujaran algo que los haya emocionado en el último tiempo. Ella dibujó un amanecer color salmón que se le había quedado grabado en la mente. “Cada día es el primero”, dice ella. Para el segundo, les pidieron pintar un recuerdo. Dibujó una foto que lleva en su billetera: su casa cuando niña en Puerto Navarino, un caserío en el extremo sur de Chile, justo frente a la ciudad argentina de Ushuaia. Está tomada desde un pequeño muelle de madera. Clemencia, chiquita, con 4 años de edad, posa a medio camino en el muelle, de piernas pegadas.
Para conocer a la Cleme, la mujer que baila reguetón y es aficionada a la natación, hay que sumergirse en esa foto, tomada al extremo sur del mundo, en tierras poco pobladas, con frío extremo y vientos incesables, casi llegando a la Antártica.
Infancia en el fin del mundo
Clemencia del Carmen Cáceres Sepúlveda nació en 1937 en Talcahuano. Hija única de padre marino, Eusebio Cáceres Canales y su madre, Clemira Sepúlveda Méndez, secretaria bilingüe. Él de Lota, ella de Traiguén. Cuando fue concebida, el matrimonio vivía en Isla Mocha y era su cuarto intento para ser padres. Ya habían tenido tres pérdidas en la gestación. Es por eso que cuando Clemira quedó embarazada, Eusebio pidió ser trasladado a Talcahuano, para que su esposa pudiera tener un embarazo tranquilo junto a su familia. “Nací por chiripón”, dice Clemencia. A sus padres les habían dicho que en el parto, se moría su madre o se moría ella, pero el doctor dijo: No, vamos a tratar. El parto fue con fórceps y Clemira quedó 40 días sin poder pararse de la cama.
Cuando tenía un año y medio de vida, en su calidad de marino, su padre fue trasladado a Puerto Navarino, una tierra en la orilla sur del Canal de Beagle, al fin del mundo. Se caracteriza por un clima frío durante todo el año, con intensas nevazones. Además, el viento es tan protagonista que hay árboles llamados “bandera”, que crecen inclinados, aferrados a la tierra para que el viento incesante no los arroje a la muerte. El silencio de la soledad de esa tierra lucha contra el ruido de la naturaleza brusca.
En esos años, Clemencia era la única niña. Ningún otro menor de edad habitaba ni visitaba esas tierras. La población se resumía en ella y sus padres, el suboficial a cargo junto a su esposa y un lote de diez marinos que rotaban en la isla. Ahí, tuvo una infancia “maravillosa, con altos y bajos”, comenta. “Nunca fui la niña que tenía que hacer cosas de niña”. Creció acompañada de sus padres y sus animales.
De muñeca usó al gato. Además, creció a la par con una oveja que recién nacida se quedó sin madre, por lo que tomaban leche en mamadera al mismo tiempo. Tenía también un guanaco y algunos perros. Le gustaba imaginar que vivía en el cerro de la isla, junto a todos sus animales.
Sus primeros años de vida fueron complicados en el tema de salud. Con cuatro años estuvo al borde de la muerte. Eran altas horas de la madrugada en el Hospital de Punta Arenas (era el más cercano a Puerto Navarino) y Clemira, su madre, se arrodilló al borde de la camilla donde figuraba Clemencia y se puso a rezar. Su hija tenía una apendicitis en fase de infección, estaba pálida, con los labios morados y casi sin respiración. En esa situación, decidió realizar una manda a la Virgen del Carmen. El doctor llegó a las tres de la mañana y pudo ser operada con éxito. Aunque haya sido muy chica para acordarse, confiesa que “yo creo que pasé para el otro lado. Porque creo que al otro lado hay vida, lo presiento, parece que lo hubiera vivido”. Ya en Puerto Navarino, tuvo que volver a aprender a caminar y hablar.
Pese a la complicación de salud que tuvo en su infancia, era una niña muy activa. Así como cambió los juguetes por los animales, también pasaba el tiempo siguiendo como una sombra a su ídolo máximo: su padre. Eusebio Cáceres, marino, cumplía la función de mecánico de la radio en el Puerto. Cleme lo perseguía en todas sus actividades, aprendiendo de lo que hacía. No tiene problemas en admitir que tenía más conexión con él que con su madre, en gran parte porque ella la sobreprotegía, no le daba muchas libertades. Recuerda que cuando chica le gustaba hacer trucos en un triciclo. Mientras su madre le decía que se bajara y tuviera cuidado, su padre la aplaudía y le hacía barra. Su hijo mayor, Daniel Eusebio Arriagada Cáceres comenta: “siempre fue una enamorada de su papá, mi abuelo Eusebio. Le emociona más que el amor que le tenía a su mamá”.
Adaptarse como camaleón
Por el trabajo de su padre, Clemencia aprendió desde niña que permanecer en un lugar toda la vida no era opción. Salir de la zona de confort, aprender cosas nuevas, cambiar de destino y adaptarse a los cambios, son parte de su esencia. “Soy un camaleón”, dice ella. A los ocho años vino el cambio más difícil de su vida: dejar Puerto Navarino. De ahí salió junto a su ídolo -papá-, su profesora -mamá- y Sonia -oveja- en un barco que navegó hacia Talcahuano con parada de un mes en Puerto Montt. Su oveja se quedó en el puerto y Clemencia la lloró: había perdido a su única hermana.
Al llegar a Talcahuano tuvo el desafío de convivir con una sociedad a la que no estaba acostumbrada. Por ejemplo, asistir a un colegio por primera vez en su vida. Antes su madre era quien le enseñaba en la isla. “Fue terrible llegar a Talcahuano, yo creo que me hacían bullying, que antes no se conocía eso”, comenta. Acostumbrada a ser abrigada como hija única, usar pantalones largos y cubrirse la cabeza con sombreros, fue motivo de burlas y risas por parte de aquellas niñas que usaban falda. Sonaba la campana del recreo y se escapaba al negocio de su abuela a pocas cuadras del colegio.
En octubre de 1947, su abuela, que se encontraba enferma, agravó. Clemencia la estaba acompañando sentada a un costado de la cama cuando le tomó la mano y le dijo: “Vas a decirle a tu tía y a tu madre que no lloren, porque estoy en un jardín lleno de flores y me siento feliz”. Murió en ese instante agarrada de su mano. Esa frase le quedó marcada, especialmente en su forma de percibir la muerte. Cleme confiesa que “no me da susto, la espero con felicidad”.
A los veinte años llegó a vivir a Santiago, donde la recibieron unas tías maternas, quienes la motivaron a postular a la Escuela Normal número dos de Recoleta. Ahí estudió para ser profesora de educación parvularia. Luego de su primer año en la capital, volvió a Talcahuano en el verano del 60 para pasar las vacaciones junto a su familia, en un viaje donde conocería al amor de su vida.
Las cartas de amor
El 14 de febrero de 1960, cuando ella tenía 23 años, Cleme fue a esperar al hermano de su pololo de ese momento -un muchacho de Tomé- a la estación de trenes de Concepción. Al llegar le preguntó la hora a un joven, quién miró hacia arriba -al reloj grande de la estación- y le respondió: las 2:10 pm. Conversaron un rato y se dieron cuenta de que vivían a cuatro cuadras de distancia. Al finalizar le preguntó a dónde le podía escribir para seguir conversando, debido a que tenía que volver a Santiago. A la Universidad Técnica de Concepción respondió él, a nombre de Daniel Arriagada.
Santiago. Domingo 13 de marzo de 1960.
Estimado Daniel:
Escribo hoy porque no he querido sacarte de tus queridas aulas. Antes quería hacerlo, pero no me atrevía, titubeaba a cada instante.
Pero ya puedes ver que he cumplido mi promesa. Y si por la misiva debes de estar descifrando quién soy, te diré. Fue en la Estación de Concepción, al preguntarte la hora de llegada del tren de Tomé. ¿Recuerdas algo?
[…] Siento en el alma haberme puesto latosa, pero espero me respondas.
Así podremos hacer intercambio de opiniones, averiguar cuál [sic] es lo distintos [sic] y podremos ser buenos amigos también, pero el tiempo nos dirá, pues yo creo que es el definitivo. Que brilles en toda actividad que desempeñes, no dejes de pasarlo bien, hasta cuando quieras. Clemencia Cáceres Sepúlveda.
Concepción, jueves 28 de abril de 1960.
Estimada amiga:
Créemelo, empecé a leer y no comprendía quién era el autor o autora de esas líneas. Hasta que llegué a esa parte donde me dices: “…nos conocimos en la estación de Concepción, al preguntarte la hora, en espera ambos del tren de Tomé”. Esa frase me bastó para recordar tu amable figura.
Una sonrisa me curva los labios cuando leo en tu carta un párrafo que dice: “…siento en el alma haberme puesto latosa…” y me pregunto: ¡Oh!, si mi estimada morena considera latosa su carta, ¿qué irá a pensar de este testamento escrito a máquina?
Bueno mi estimada morena, la hoja se acaba y sería el colmo que llenara otra, porque seguramente te aburrirías. Afectuosamente, Daniel.
Estos son extractos de las primeras dos cartas entre ellos. Luego vinieron muchas más que Clemencia guarda en un cajón de su casa, ordenadas cronológicamente. Con ellas, quiere escribir un libro. Si para conocer su infancia había que adentrarse en la foto de Puerto Navarino, desde 1960 hay que hacerlo en las cartas y la historia con su amado Daniel.
Para el invierno de ese año, volvió a su casa a pasar las vacaciones con su familia. En un día lluvioso, alguien tocó su puerta. Al abrir se encontró con Daniel empapado. Su hijo le preguntó una vez: “Mamá, ¿cómo supiste que papá iba a ser el hombre de tu vida?” La respuesta es ese momento. Ese día invernal, su corazón sintió un palpitar inmensamente grande, ganas de abrazarlo y besarlo. Tanto que le cuesta ponerlo en palabras.
Apenas pudo terminó su relación con el joven de Tomé y formalizó lo que las cartas y los abrazos ya decían hace un rato largo. En 1961 se casaron y se independizaron. Arrendaron un departamento monoambiente en Estación Central y en 1963 nació su primer hijo, Daniel Eusebio y 4 años después el segundo, David Evandro.
En 1973, en el contexto del golpe militar, Daniel, quien ejercía como profesor en la Universidad Técnica del Estado, fue acusado por sus colegas de izquierdista y posteriormente exonerado de su trabajo. Según Clemencia, él nunca formó parte de ningún partido, simplemente era ministro de la Palabra de la Eucaristía de la Iglesia Católica y a través de eso ayudaba a la gente. Sin embargo, no le quedó más que ingeniárselas para generar ingresos de otra forma. Es ahí cuando en su taller, ubicado dentro de la casa, inventó un aparato para armar telares. Junto a ello creó un instituto de capacitación para enseñar a usar tal invento. Clemencia, fiel a su amado Daniel, viajó junto a él a lo largo de Chile dando a conocer su emprendimiento. Se dedicó a eso por el resto de su vida, hasta su fallecimiento en 2023. En los cajones de su oficina guarda, Clemencia los ejemplares de lo que hacía, junto al aparato y fotografías. Las muestra con cariño y orgullo.
La muerte es felicidad
Durante todos estos años, Clemencia nunca dejó de estudiar. Si hay algo que le gusta es aprender cosas nuevas. Cuando lo hace, siente que vuelve a nacer una y otra vez. Tiene el título de Normalista Parvularia, Catequista, Profesora de religión para la educación básica y educación media. Además, siempre ha estado inscribiéndose en cursos de todo estilo, desde alfarería hasta instructora de esquí.
En 2015 escuchó sobre una mujer adulta que estaba estudiando psicología en la Universidad Miguel de Cervantes. En ese momento Clemencia volvió a sus 20 años, cuando para titularse de parvularia hizo la memoria en psicología y dijo: “eso es lo que siempre he querido”. Hizo los trámites correspondientes y con el apoyo de su familia, comenzó su ritual rejuvenecedor: estudiar. Al año siguiente, su esposo fue diagnosticado de una microangiopatía cerebral, que le provocaba la pérdida de la memoria a corto plazo. Ahí, Cleme bajó su carga académica para acompañarlo.
El domingo 23 de abril de 2023, en una velada feliz, bailaron en su casa escuchando música de la radio, como acostumbraban a hacer, se fueron a dormir y se hicieron cariño. En la noche Daniel falleció en el sueño. “Estaba feliz. También estaba contenta cuando murió mi papá. Están vivos dentro de uno, no han desaparecido, no se han ido”, recuerda Cleme. Su hijo Daniel Eusebio admite que cuando uno recibe esas palabras es difícil de entender, pero su madre le ha enseñado que “la muerte no existe”. Para ella solo existe, agrega, cuando los seres que uno quiere “se olvidan”.
Hoy Clemencia vive sola, pero dice que se siente muy acompañada. Su familia está muy presente, tanto sus dos hijos como sus cinco nietos. Tiempo atrás su nieto, Claudio Arriagada, rindió el examen de grado para titularse de tecnólogo médico, y por coincidencia, tres días después Clemencia tuvo su examen para titularse de psicóloga. La Cleme lo aprobó con un siete y su nieto con un seis. “Te gané por poco” le dijo. Además, tiene actividades casi todos los días, en un año que ella considera sabático, porque quiere ejercer, pero antes le toca “descansar” un tiempo. Para el próximo año tiene pensado trabajar con pacientes de forma online, le comentó a Pablo Quezada (36), un amigo que hizo en la universidad. “Es una mujer que transmite mucho amor, sabiduría, paciencia, templanza, es como un monje Zen”, comenta Pablo.
Por estos días disfruta bailando todo tipo de música, nadando, averiguando sobre inteligencia artificial por internet, uniéndose a cursos como el de pintura y más. Entre junio y julio tuvo citas al cardiólogo y lo primero que le preguntó fue si podía seguir nadando. La respuesta fue sí, y lo sigue haciendo un día a la semana.
¿Si este fuera su último día de vida qué le gustaría hacer? La Cleme no tiene dudas: “Bailar no más, bailar”.
Ignacio Muñoz es estudiante de tercer año de Periodismo en la FCom. Participó como reportero en el programa de Radio UC Jugo de Pelotas el año 2023. Es primera vez que publica en Revista Kmcero.