Hace el aseo, prepara el almuerzo, trabaja en su chacra y por las tardes pinta. Amanda cree que su padre estaría orgulloso de la vida que hoy lleva en Quintay. Con el tiempo ella ha vuelto a escuchar su música y lo ha ido perdonando por haber ido a trabajar el 11 de septiembre de 1973.
Por Fernanda Schorr
Por más legendaria que sea la figura de su padre, nadie reconoce a la hija de Víctor Jara. A sus 49 años, ella no es lo que sus seguidores –o detractores– esperarían que fuera, y a diferencia de su madre, la bailarina inglesa Joan Turner, Amanda Jara no se considera la heredera de ninguna lucha social.
“Mandy”, como la llaman sus más cercanos, es una mujer de sonrisa amplia, piel curtida por el sol del litoral, y un pelo largo descuidado y oscuro. Las manos gruesas y el cuerpo macizo le otorgan una apariencia campesina que recuerda la sencillez de su padre. Al comienzo de una entrevista realizada bajo la sombra de los árboles en la Plaza Brasil de Santiago –frente a la fundación que lleva el nombre de su padre–, ella no tiene muchas ganas de hablar de su vida y, al final, lo acepta a regañadientes.
De su padre, cuenta, ella solo recuerda algunos momentos: las vacaciones en la citroneta, las visitas al lago Lanalhue, la expectación que ella y su hermana Manuela Bunster –hija del primer matrimonio de Joan Turner con el bailarín Patricio Bunster– sentían al abrir las maletas llenas de regalos exóticos que él traía al volver de viaje, o los ensayos en el patio de su casa con “los tíos barbones de Quilapayún y los Inti-Illimani”.
Aunque se esconde bajo la etiqueta autoimpuesta de “inepta social”, Amanda poco a poco se desprende de tal armadura. Su picardía, su actitud desenfadada y su capacidad de reírse de sí misma van develando poco a poco su verdadera personalidad.
“Yo tengo una relación construida más con el Víctor [el artista] que con mi papá. El Víctor papá es como un momento no más, como un pedacito de mi vida”, dice. Una de las cosas que Amanda tiene mejor grabadas de su padre es lo mucho que a él le gustaba estar en casa y cocinar. “A mi papá le encantaban esas cuestiones, las cosas domésticas mi papá las atesoraba mucho. Estar en la casa para él era lo máximo, y se notaba, se levantaba tempranito y preparaba el desayuno para todas. Éramos las ‘chiquillas’”.
A pesar de tener vidas muy activas en sus respectivos campos artísticos, dice, sus padres estuvieron siempre presentes: “Eso de decir ‘¿y donde está mi mamá?’, nunca lo sentí. Era una familia súper bien constituida”, asegura Amanda, la heredera del nombre de su abuela –una campesina folclorista de Lonquén– y, según una de las versiones, la inspiración de él para componer la canción Te recuerdo, Amanda.
Hace 23 años Amanda Jara Turner partió a vivir a Quintay, una sencilla caleta de pescadores ubicada 20 kilómetros al sur de Valparaíso, donde hasta hoy lleva una vida sencilla y sin lujos junto a “el Nego”, un pescador lugareño con quien vive desde hace 16 años. Amanda agradece a su madre por poder llevar una vida así, anónima, pues nunca la expuso públicamente. “Yo llegué aquí para estar tranquilita, solita, a pintar. A eso llegué yo, y sin ninguna proyección de nada. O sea, podía durar aquí un mes o para siempre. Quería probar si yo podía pintar o no. Ese era como mi cuento”.
Todos los días Amanda se levanta a las 7 de la mañana. Su pareja sale a trabajar temprano y ella se queda en la casa haciendo el aseo, preparando el almuerzo y jardineando en su huerta. “Tengo tantos quehaceres en la casa. Está todo el tema del agua, del clorador [mecanismo para la desinfección del agua] y el jardín también, que es impresionante porque siempre hay que estar viéndolo, plantando, desmalezando. Me doy hartas vueltas, pinto un poco y salgo, y me pongo a picar la tierra alrededor de los tomates, de ahí vuelvo a entrar. Soy desconcentrá, me cuesta, y en la casa tengo un montón de cosas que hacer”, dice.
Apenas se desocupa de los quehaceres se va a su taller, que está en el mismo sitio, detrás de la casa. “Pintar debe ser algo parecido a escribir, o a componer música. Hay un tiempo en el que uno tiene que pelear con lo que está haciendo antes de que empiece a fluir lo que se quiere hacer”. Los paisajes al óleo son sus motivos favoritos, cuenta, y aclara que para ella es muy importante el proceso de creación que hay detrás de cada pintura.
“Aunque suene neurótico, necesito por lo menos una semana de estar metida en el taller. El primer día va a ser para puro entrar, mirar darme una vuelta, limpiar los pinceles y salir. El segundo día, rabiar con algo poner un poco de pintura y echar a perder todo, el tercer día echar a perder más y el cuarto día, algo empieza a pasar”. Para la hija de Víctor Jara lo más difícil en ese proceso es la autodisciplina, una de las virtudes que más admira de su padre y que le hubiese gustado heredar.
La relación entre ellos terminó la mañana del 11 de septiembre de 1973, cuando el cantautor salió por la puerta de su casa en Las Condes para ir a la Universidad Técnica del Estado, donde hacía clases de teatro. Aunque se había enterado por la radio del bombardeo a La Moneda, decidió ir de todos modos, pues la Central Unitaria de Trabajadores había llamado a los trabajadores a permanecer en sus puestos de manera normal.
Según cuenta Joan Jara en su libro Víctor, un canto inconcluso, ese día a la hora de almuerzo Amanda jugaba en el jardín cuando se escuchó el primer sonido de un avión pasando cerca de la casa y, luego, una gran explosión. Víctor no volvió por la noche. Los militares allanaron la universidad y el toque de queda obligó a quienes permanecían ahí a pasar la noche en el lugar. La mañana del miércoles 12 los militares se llevaron a un grupo de detenidos al Estadio Chile. En el grupo iba Víctor Jara.
Los días sin saber sobre el paradero de su papá fueron “una eternidad” para Amanda. Hoy recuerda haber escuchado los aviones pasar sobre su patio hacia la casa presidencial de Salvador Allende en la calle Tomás Moro y haberse escondido bajo una mesa. “Yo sabía que estaba pasando algo terrible, era evidente”, dice. “Me acuerdo de haber estado rezando también. A mí nunca nadie me enseñó a rezar, porque yo no fui criada católicamente, digamos. Yo recé y le hablaba a Dios. ‘No dejes que esto pase’, le decía, solita, sin que nadie me viera”.
El martes 18 de septiembre de 1973 la niña estaba en el living cuando su mamá se acercó a ella y le dijo: “El papi no va a volver más”. Entonces Amanda gritó tan fuerte –dice– que se escuchó en todo el vecindario. De lo que pasó después, se acuerda muy poco. Cuenta que parecía un zombi, que fueron días intensos para su mamá: de juntar cosas, tramitar pasaportes y hablar con funcionarios de la embajada de Inglaterra. Hoy no se explica de dónde su mamá sacó la fuerza para hacer todas esas cosas, y tan rápido.
En Londres, el poeta inglés Adrian Mitchell –quien conocía y admiraba el trabajo del cantautor asesinado– se ofreció para recibir a la familia en su casa. Allí vivieron casi un año. Amanda se adaptó rápidamente a la ciudad, la que hoy recuerda con cariño. “Con toda la tragedia que fue eso yo era una niña bien feliz, contenta, tenía amigos, muchos amigos”, dice. En su país natal, Joan Jara –quien desde entonces dejó de llamarse Joan Turner de Jara y adoptó el nombre que le asignó la ley británica– comenzó de inmediato a articular una campaña internacional en contra de la dictadura militar y en defensa de los derechos humanos en Chile.
“Mi mamá se reinventó. Dejó la danza completamente, a lo más entrenaba en la casa. Ella sintió que tenía que salir a denunciar esto en todos lados, y a eso se dedicó muchos años”, recuerda Amanda. “Ella fue la que llevó esa pega, entonces fue la que dio la cara. A mí nunca nadie me reconocía, siempre me he ido por el costado. Mi mamá ha querido protegernos, por eso solo se exponía ella”. Amanda hoy agradece la actitud de su madre, porque así, asegura, ella nunca tuvo que enfrentar al prejuicio de las personas.
Como su madre viajaba mucho, Amanda aprovechó la ausencia “para portarse mal” en plena adolescencia. Le gustaban las fiestas, se quedaba fuera en casas de amigos y bebía alcohol en exceso, agudizando la diabetes que padece desde que nació. Muchos años después parece haber dado con las razones de su rebeldía: “Sales de un mundo en que se valora mucho la familia, las vacaciones, los domingos y, con lo que pasó, fue como que te aserrucharan el piso. La patria que uno conoce, a la que tu papá canta, le hace eso, ¿me entiendes? ¿De qué patria me estái hablando? ¿De qué bandera?”.
En ella además influyó llegar a una sociedad que estaba mutando, “donde estaba naciendo el punk”. Amanda dice: “Entonces, ¿qué respeto iba a tener yo por estructuras? ¿Si el mundo se va a acabar mañana, para qué estar cuidándome? Así pensaba”.
Regresó a Chile apenas terminó sus estudios secundarios en 1983, con casi 20 años. Luego de una década en Londres, su intención era volver solo por un año a vivir en la antigua casa familiar de Las Condes. “Me encontré con un país lleno de chilenos y eso fue la cosa más curiosa de todas. Me gustó ese país. Uno se da cuenta de que la patria no son los que te traicionaron, sino que hay todo un pueblo detrás y mucho amor, respeto”, dice.
El día después al triunfo del “No” en el plebiscito de 1988, se quedó en su casa. “Todo el mundo celebró la transición en Chile, pero yo no fui capaz. Siempre me sentí un poquito como bicho raro”, explica. Amanda sintió que el triunfo no había sido real, que el resultado fue un arreglo, una salida negociada y se dedicó a pintar cuadros “bien ensoñados, con hartos cielos y banderas… Eran sueños, porque la realidad para mí era otra”.
En las pocas marchas en que participó, Amanda recuerda que fue testigo de lo que significaba su padre para la lucha social chilena. Que los manifestantes gritaran “Compañero Víctor Jara, ¡presente!”, le hinchaba el corazón.
Luego de comenzar a estudiar –en calidad de oyente– Comunicaciones y Bellas Artes en la Universidad Arcis, Amanda trabajó por un tiempo en producción de cine y publicidad, pero nunca le gustó. Un día de 1990 viajó a San Pedro de Atacama, donde se enamoró fugazmente de un hombre y, más importante, de la idea de vivir lejos de la ciudad. “Fue un amor cortísimo, una estrella fugaz. Pero yo creo que por él me convencí de lo que yo tenía que hacer era salir de Santiago, y se lo agradezco infinitamente”.
Así fue cómo partió a vivir en Quintay, en un terreno que compró con su mamá frente a la playa grande. En el lugar predominaban las casitas de veraneo que la mayoría del tiempo estaban vacías, y Amanda solo tenía dos vecinas permanentes, doña Elba y la señora Yola. La soledad se hacía notar en esos tiempos. El camino a Quintay era de tierra, y si llovía era difícil salir de la caleta. Además, no existía el teléfono celular y tampoco la televisión; solo llegaba borrosa la señal del Canal 13. Para no estar tan sola, “y no volverse completamente loca”, Amanda bajaba a llamar por el único teléfono que había en el pueblo. Fue ahí, haciendo la fila para hacer una llamada, donde conoció al Nego.
La historia de amor no comenzó a primera vista. Fueron amigos durante cuatro años y nunca pensó que el Nego le pudiera llegar a gustar. “Es que era media prejuiciá yo también, a mí me encantaban los lindos. ¿Qué lata, ah? Porque son los más problemáticos, y muchas veces los que más te ponen el gorro, porque como son lindos son muy solicitados. A mí siempre me gustaban los lindos, que es absurdo porque además yo nunca he sido linda, entonces era una cosa estúpida de mi parte, pero así era”.
Hoy ambos llevan 16 años juntos y no tienen hijos porque la diabetes de Amanda no se los permitió, y aunque por un tiempo probaron métodos como la fertilización asistida o adoptar, tampoco obtuvieron buenos resultados. “Todo ese tema también causó un poquito de cuestionamientos en nuestra relación y el Nego un día me dijo ‘pero esto tú no lo hagas por mí’, y entramos en un rodaje de hablar más descaradamente este tema y me di cuenta de que en realidad no era mi sueño ese… Ese nunca ha sido mi sueño, la maternidad. Entonces hasta ahí quedó, poh. Ahora nos miramos con el Nego de repente y nos decimos ‘menos mal”, dice.
A Amanda se le suaviza la voz cuando habla de su compañero. Asegura que se llevan muy bien. “Ya pasamos por algunos terremotos, pero sobrevivimos”, dice, y comenta que con el Nego la vida se vuelve impredecible: “No puedes programar nada con él porque como cualquier persona que trabaja en la mar, te levantái en la mañana y ves cómo está el viento, cómo está la marea… Todo. Entonces, siempre él dice: ‘Deja ver cómo amanece”.
Aunque ambos son de carácter solitario, explica Amanda, son felices con la vida que llevan. “No nos sentimos solos, para nada. Nuestra vida es bien sencilla. Los dos con el Nego, por distintas razones, los dos somos sobrevivientes, y hemos construido como un pequeño paraíso para los dos”.
Con el tiempo, casi todos los amigos que tenían en Quintay se han ido, pero se comunica con ellos por teléfono e internet y lo mismo con su madre. Amanda habla todos los días por teléfono con Joan y, a veces, lo hace varias veces al día. “En Quintay me quedo en la casa, tengo muy poca habilidad social. Mis amigos dicen que soy autista”.
Amanda prefiere quedarse con sus óleos, aunque últimamente lo hace algo desconcentrada pues ha tenido que viajar mucho a Santiago a causa de trabajo extra en la Fundación Víctor Jara. Su madre ya no tiene la misma energía que antes para llevar sola la corporación, cuyo principal fin es mantener viva la memoria del cantautor y seguir luchando para hacer justicia tras su muerte.
Sobre la causa judicial por el asesinato de Víctor Jara –la semana pasada su familia presentó una demanda civil en Florida, Estados Unidos, contra Pedro Barrientos, un exoficial del Ejército chileno, quien habría ordenado torturar y luego disparado a Jara–, Amanda dice que está ansiosa por la necesidad de establecer pronto la verdad, aunque también reconoce: “Hace tiempo que el tema ya no me quita el sueño”.
“[La justicia] es algo súper que no espero. ¿Cómo lo vas a esperar después de tantos años? Uno ya casi como que tira la esponja. Después de tantos años ya sabes que por ahí no es la cosa. Que la justicia al final te la da el pueblo que quiere a Víctor, y el trabajo que ha hecho mi mamá y la fundación para que él siga presente”, dice.
Sentada en un banco de la Plaza Brasil de Santiago, Amanda Jara reconoce que, con el paso de los años, ella ha vuelto a escuchar la música de su padre, que lo ha perdonando por haber ido a trabajar el 11 de septiembre de 1973 y que se ha reconciliado con él. “Lo he logrado entender y perdonar”, dice Amanda, la sonrisa amplia. Y asegura que su padre estaría orgulloso de la vida que hoy lleva en Quintay, que estaría contento de verla feliz.
Sobre la autora: Fernanda Schorr es alumna de cuarto año de Periodismo y este reportaje es parte de su trabajo en el curso Taller de Prensa Escrita, dictado por la profesora Jimena Villegas.