Ilustración Mathias Sielfeld

Martín, de dieciséis años, fue declarado cómplice de un robo y actualmente cumple una condena de 541 días de libertad asistida. Desde que recibió la sentencia, hace un poco más de un año, no ha cometido otro delito y dice que quiere terminar el liceo. Una realidad distinta a la del 50% de los jóvenes infractores de ley en Chile, quienes reinciden a menos de un año de haber recibido condena, y que en algunos casos se ven envueltos en un círculo delictivo que comienza a temprana edad en los barrios más vulnerables de Chile.

Por Hernán Melgarejo

Parecía algo de costumbre para todos. Menos para Martín –su nombre real es otro–, quien junto a dos amigos del liceo caminaba a la medianoche por la avenida Colón hacia el centro de San Bernardo. Entonces fue que vieron a un joven –de unos quince años, flaco y aspecto de niño bueno– unos metros adelante. El desconocido se alejaba y empezaba a perderse en la oscuridad cuando los compañeros del liceo de Martín aceleraron el paso y empezaron a perseguirlo.

Mientras sus amigos amenazaban al joven con un cuchillo, las luces de un taxi expusieron el asalto. Martín y sus amigos se echaron a correr. Detrás de ellos empezaron a seguirlos el joven que iba a ser asaltado y el taxi que había encendido sus luces. A la persecución se sumó una camioneta y un motociclista. Corrieron cinco o seis cuadras hasta quedar sin escapatoria.

Cuando estaban acorralados cinco hombres se bajaron del taxi y empezaron a golpearlos. A los pocos minutos llegaron carabineros. “Él no me hizo nada”, dijo la víctima apuntando a Martín. Todos fueron trasladados a la comisaría.

Vida de barrio

Los últimos estudios de Carabineros han llegado a la conclusión de que 35 –de las 346– comunas del país concentran el 50% de la delincuencia juvenil. Entre ellas destacan negativamente La Pintana, Lo Espejo y San Bernardo. En algunos de sus barrios se concentran los principales factores de riesgo que pueden hacer que un joven siga el camino de la delincuencia, como lo hicieron los 12.813 jóvenes condenados en 2012: alta presencia de drogas, violencia, desintegración familiar y la precariedad de servicios básicos como educación, seguridad y salud, entre otros.

Martín no nació en un sector como los descritos. Tiene 16 años, es delgado y usa un corte de pelo mohicano. Vive con su madre en un departamento en la zona de Tejas de Chena, en San Bernardo, y dice que nunca le ha faltado ropa ni comida. Fuma marihuana ocasionalmente con sus amigos, reconoce, y evita las fiestas en San Bernardo porque las considera peligrosas. En cambio prefiere pagar un taxi e ir al centro de Santiago o a San Miguel que “arriesgarse en los suburbios de su sector”.

Martín estudió en escuelas privadas de buena infraestructura y nivel académico, pero fue expulsado por mal comportamiento. Así llegó al liceo industrial de San Bernardo, un establecimiento municipal en el que hoy cursa primero medio. Ahí estudian jóvenes de poblaciones aledañas a su barrio. Él cuenta que en los patios del liceo se ven alumnos fumando marihuana, tráfico de cocaína, peleas de pandillas e incluso tráfico de armas hechizas.

Algunos de sus compañeros llegan al liceo con fajos de billetes y zapatillas que bordean los noventa mil pesos. También son populares los celulares último modelo y cadenas de oro obtenidas por medio de “lanzazos”. En los patios, los mayores instan a los más chicos a que sigan su ejemplo. “Uno a veces se tienta de tener esas cosas”, cuenta Martín. “Pero al final cada uno hace lo que quiere. Tengo muchos compañeros que trabajan y que nunca van a caer en eso”, dice. Esa noche, lamentablemente para él, sus –hoy ex– amigos sí lo hicieron.

La red que no atrapa

La noche que Martín pasó detenido fue uno de los peores capítulos de su vida. Cuando su madre llegó a la comisaría no le dirigió la palabra y su hermana le pegó una seguidilla de cachetazos que –ahora reconoce– fueron bien merecidos. Compartió la celda con sus dos amigos y otros siete jóvenes que intercambiaron datos sobre posibles víctimas, y tomó consciencia de que había sido parte de una trampa en la cual él era la persona a inculpar en caso de que sus compañeros hubiesen escapado.

Al día siguiente, en el control de detención, fue la última vez que vio a sus compañeros del liceo. Martín recibió luego una sentencia de 541 días de libertad asistida y comenzó a trabajar con el psicólogo Julio Tillería, su tutor o delegado, quien tiene a su cargo 14 menores infractores de ley, de los cuales –según Tillería– ocho cuentan con “buen pronóstico” y están insertos o prontos a ingresar en el mundo laboral.

La condena que recibió Martín corresponde a una de las sanciones ofrecidas por la Ley de Responsabilidad Penal Adolescente (RPA), que fue promulgada en 2007. La ley contempla un sistema diferenciado de penas para los menores infractores, con el objetivo puesto en su reinserción social. La ejecución de estas condenas está a cargo del Servicio Nacional de Menores (Sename), o en su defecto por fundaciones afiliadas a éste. Las penas pueden cumplirse –según la gravedad del delito¬– en regímenes cerrados o semi-cerrados, con trabajos comunitarios o en libertad asistida, programas en los cuales los menores quedan a cargo de un delegado responsable de hacer cumplir la sanción.

Julio Tillería reconoce que no todos los profesionales que trabajan en RPA tienen la preparación ni las herramientas para provocar un cambio de conducta en los jóvenes, sobre todo si estos provienen de barrios críticos, han sido vulnerados con anterioridad y presentan reincidencia desde una edad temprana. “El sistema descansa en lo que las instituciones privadas y sus delegados puedan hacer”, dice Tillería, y por lo tanto los resultados son dispares. De los 291 centros residenciales de menores que existen en el país, sólo 10 son administrados directamente por Sename.

Pese a los intentos del Estado por fiscalizar al resto de las instituciones involucradas en los procesos de reinserción, algunos programas se reducen, según Tillería, a que el delegado recolecta una o dos firmas semanales del menor o un familiar. Esta firma pasa a ser considerada como una “intervención”, independiente de lo que el menor haga en la semana. No hay control de consumo de drogas, y si el joven cumple con todas las firmas pasa de manera inmediata a ser parte de las “intervenciones exitosas” y de “altas terapéuticas” del Sename.

En los centros cerrados, tal como lo reveló la última investigación realizada por Unicef y el Poder Judicial en julio de este año, existen casos de abusos sexuales, tráfico de drogas y violencia que dejan al 25% de los menores internados en situación de “alto riesgo” de ser afectados física o psicológicamente. También se detectó deficiencias en la re-escolarización. En regiones como Los Lagos y Magallanes, más del 50% de los niños están dos años atrasados en su educación, e incluso se detectaron casos de analfabetismo. Anterior a la investigación de la Unicef y el Poder Judicial, una Comisión Interinstitucional ya había advertido en 2012 sobre deficiencias en infraestructura y condiciones sanitarias en diversos centros del país, según un informe revelado por el diario La Segunda.

“Los niños que están encerrados los tienen de ociosos. Entonces cuando salen y vuelven a su entorno, caen en lo mismo por lo que entraron”, dice Alicia del Basto, presidenta de la Asociación de Funcionarios del Sename. La dirigente cree que para evitar la reincidencia, que según cifras del Sename ronda el 50% de los casos, es necesaria una intervención multi-sistémica que incluya un mayor trabajo en los barrios y en las familias de los jóvenes. Aunque para eso se necesitaría, según la responsable del departamento de justicia juvenil del Sename, Cecilia Salinas, aumentar de 150 a 450 mil pesos el presupuesto que el Estado designa al programa de rehabilitación de cada menor infractor.

El elemento protector

A diferencia de los jóvenes más problemáticos, como aquellos que registran ingresos continuos a la red Sename, Martín quiere terminar el liceo, obtener una mención en mecánica y luego perfeccionarse en una universidad técnica. Su programa de intervención, que ha cumplido sin faltas, incluye actividades deportivas, la obligación de seguir asistiendo a su liceo y sesiones de conversación con el delegado. No ha vuelto a ver a sus antiguos amigos que protagonizaron el asalto, pero dice saber que han vuelto a delinquir en varias ocasiones y que uno de ellos está en un recinto cerrado. “Cuando los meten ahí o a la cárcel salen peor, porque aprenden más cosas y se creen más choros”, asegura Martín. Según él, ese no será su camino porque no quiere volver a decepcionar a su madre.

La presencia de un elemento protector como la madre de Martín es, para los expertos, lo más importante para que un joven desista en sus actitudes delictuales. El problema se produce cuando ese elemento no existe y el joven toma contacto con el sistema justamente por esta carencia. “Ahí es donde falta un programa sólido para entregarles la contención que no encuentran en su ambiente”, dice Javiera Blanco, directora de Paz Ciudadana al momento de esta entrevista y actual vocera del comando de la candidata presidencial Michelle Bachelet.

En marzo de 2013, la Fiscalía Oriente de la Región Metropolitana presentó los casos de 61 jóvenes que en su conjunto han recibido 1.030 condenas y siguen reincidiendo. Más allá, el último informe de la unidad de estudios del Sename muestra que incluso los menores que cumplieron la totalidad de sus planes de intervención, tienen un treinta y dos por ciento de posibilidades de cometer un delito e ir a la cárcel cuando cumplan la mayoría de edad.

LAS MEDIDAS DEL CONGRESO

En el Congreso se tramitan dos proyectos de ley para generar un cambio en el actual sistema. El primero pretende reformular la ley de Responsabilidad Penal Adolescente y el segundo busca dividir al Sename en dos instituciones distintas: una dedicada a menores infractores y la otra enfocada a la protección de niños vulnerados. Por ahora todo indica que ninguno de los proyectos será promulgado antes de que termine la Administración del Presidente Sebastián Piñera.

Sobre el autor: Hernán Melgarejo es alumno de quinto año de periodismo y este artículo corresponde a su trabajo en el curso Taller de Edición en Prensa Escrita, dictado por el profesor Rodrigo Cea.