Al abrirse el telón para comenzar un ballet o una ópera, todos los trajes, maquillajes y escenografía deben estar impecables. Los vestidos y mallas deben moverse sin dificultad y nada puede despegarse ni descoserse. Una costura atrasada significaría escenas con una lentejuela o incluso un traje menos: errores que no son compatibles con el perfeccionismo que impera en el taller de vestuario del Teatro Municipal de Santiago.
Por Valentina de Marval / Fotos Sebastián Kaulen
El Teatro Municipal tiene una gran entrada de estilo neoclásico, de un blanco impecable recién pintado, que hace fruncir el entrecejo y achinar los ojos en un día soleado. Al frente de la fachada que da a la calle Agustinas, justo entre San Antonio y Mac Iver, una pileta negra verdosa con esculturas de querubines desnudos lanza agua y reúne a las palomas. Dos niveles de pilares al estilo griego y arcos de medio punto reafirman su estética clásica, y sirven para dar la bienvenida al público.
Por el costado de San Antonio, en tanto, hay una puerta de vidrio con un cartel en el que se lee “Administración del Teatro Municipal”, sobre una placa dorada y añeja. Por esta entrada ingresan tramoyas, técnicos, sastres, bailarines, cantantes, administradores, trabajadores del casino, acomodadores –cuando hay espectáculos–, músicos, alumnos de la Escuela de Ballet y familiares de todos los anteriores. Es la puerta al backstage, lugar donde la magia puesta en escena se decodifica.
Un portero amigable saluda a todos a través de una cabina de vidrio dando los buenos días. Los sastres –costureras y diseñadores– toman una escalera al lado izquierdo de la puerta de vidrio, suben cuatro pisos y llegan al taller de vestuario, justo al lado del pasillo que dirige a los camarines y salas de ensayo de los bailarines. Está dividido en tres partes: la oficina de la Coordinadora del Área de Vestuario –Imme Möller (47), mujer baja y delgada, de tez clara como la mayoría de los alemanes– y otros dos cuadrados grandes con aproximadamente 10 máquinas de coser cada uno y sus respectivos técnicos textiles. “Es así porque antes se dividía en confección para hombres y en el otro lado para mujeres”, cuenta Teresa Cereceda quien trabaja en el Teatro desde 1978 y prefiere no revelar su edad.
En el cuadrado contiguo a la oficina de Imme hay grandes mesas con gente pintando y cosiendo a mano, recortando telas y midiéndolas. También hay biombos con espejos que forman pequeños cubículos para cuando los bailarines y cantantes van a probarse el vestuario. En el otro cuadrado, hay ocho máquinas de coser con sus respectivas costureras sentadas frente a ellas. La mayoría de ellas usan anteojos.
Para Imme todo minuto es valioso para las agujas, telas y lentejuelas. Reconoce que la crianza de sus padres alemanes determinó su carácter trabajólico y exigente. Por eso no es de extrañar que ya a los 20 años fuera jefa y coordinadora del área de vestuario del teatro. “Llegué como practicante acá a los 19 años, estudiaba en el instituto técnico Incacea. Partí como asistenta de la asistenta de la jefa, luego pasé a asistir directamente a esta última y a los 20 ya era jefa y coordinadora”, cuenta la mujer rubia de ojos celestes sentada en su oficina repleta de telas y muebles con mostacillas y lentejuelas. “Estas son para Mayerling, un ballet que nunca hemos hecho. ¡Tiene unos trajes increíbles! Y tenemos que apurarnos porque el estreno es en noviembre y ahora estamos con los trajes de El barbero de Sevilla, la ópera”, dice jugando con sus mechas de pelo teñidas de azul.
Fuera de su oficina, hay una máquina en un rincón, pegada a la puerta de entrada a vestuario, donde está sentada Teresa Cereceda. Lleva 35 años trabajando en el taller. Llegó para confeccionar trajes de bailarinas, pero luego de aprender a hacer de todo, hoy, además de ser jefa de taller, se encarga principalmente de los trajes para hombres. Cuenta que hacer los clásicos tutús –como los blancos y negros de El cisne negro– es de gran dificultad. “Por el año 89 la dirección del ballet me mandó con otra compañera, Kena, a Nueva York para perfeccionarnos. Nos enseñó un diseñador que hablaba español. Pero este trabajo es bien complicado: hay que hacer bien las capas y el recogido si no la faldita se carga para un solo lado, en fin”, dice Teresa.
Al fondo en el ala de enfrente hay dos mujeres jóvenes trabajando silenciosamente: Victoria Mora (19) y Javiera Marti (20), alumnas del Liceo A-100 de San Miguel que hacen su práctica. Ambas eligieron completar los estudios de Confección y Diseño Textil de su liceo en el taller de vestuario del Municipal, pues, dicen, les servirá para tener un buen currículum. “Lo que nosotras aprendimos en el liceo nos sirvió mucho, llegamos bien preparadas y ahora hemos aprendido más”, cuenta Victoria tímida tras su flequillo negro, sentada en un sillón de los cubículos que sirven de probador.
Imme y Teresa aseguran que actualmente prefieren contratar alumnos de liceos técnicos o del Incacea, pues son quienes egresan sabiendo coser y cortar. “Los alumnos de [Diseño Teatral] de la Universidad de Chile llegan queriendo diseñar, casi no saben coser, y aquí con tres diseñadores basta: Pablo Núñez [que también trabaja en Chilevisión], Germán Droguetti [profesor en la Universidad de Chile] y yo que estudié Diseño Teatral”, explica Imme. “Los mejores son los técnicos, A los diseñadores no les enseñan bien a confeccionar, y para tener otro diseñador habría que matar a la Imme o algo así, no se necesitan”, cuenta riendo Teresa, cuyo nombre está escrito con lentejuelas en su cotona azul.
Pablo Núñez es el diseñador a quien más llaman para producciones de ópera o ballet. Estudió Diseño Teatral en la Universidad de Chile y dice haberse sentido influenciado por el teatro toda su vida pues su madre era actriz y directora de teatro, mientras que su padre era diseñador y pintor. “En primer año ya quería hacer escenografía pero tuve que esperar un año para empezar con eso”, recuerda Pablo aún agitado luego de subir cuatro pisos por una escalera.
“Si acepto hacer una producción –a veces he dicho “no” por cosas de tiempo, ahora, por ejemplo, no acepto más de una producción al año porque es mucho estrés– empiezo a pensar a pensar a pensar y al final agarro el cuaderno y dibujo. Si me toca ser régisseur [director de escena de la ópera] tengo que resolver todo. Si ya hay un régisseur hay que reunirse con él lo antes posible. En el ballet va dependiendo del coreógrafo. Si él no está vivo, te juntas con su representante. Uno no puede empezar a diseñar de la nada”, explica Pablo.
Cuando se debe diseñar una producción nueva, por ejemplo un ballet, se ve primero quién es el coreógrafo. Esto último va a determinar el escenógrafo y diseñador de vestuario. Eso lo ven Marcia Haydeé, directora del ballet, y Luz Lorca, la administradora. A veces, dependiendo de eso, puede que le toque diseñar a los chilenos Pablo Núñez o Germán Droguetti, o a un diseñador invitado que determina el coreógrafo.
“Por ejemplo ahora en el ballet viene Mayerling. Marcia y Luz propusieron a Pablo Núñez. Entonces Pablo viajó en enero de este año a Londres”, cuenta Imme. “Allí me junté con la viuda de Kenneth MacMillan [uno de los coreógrafos y bailarines británicos más importantes, muerto en 1992] y nos dedicamos a ver el video del ballet mientras ella me iba explicando las cosas que se pueden cambiar y las que no se pueden cambiar. Lo más importante para mí era saber qué quería Kenneth, entonces ella me dijo que a él, lo que más le interesaba, era que el mundo del palacio le fuera hostil y lúgubre a Rudolph”, cuenta Pablo. Prácticamente tenía que lograr pensar como MacMillan. “Después yo hice los diseños y maquetas y se los mostré a ella. No me corrigió nada así que le encantaron. Fue distinto a todo lo que he hecho”, explica Pablo.
Todos los días los trabajadores del vestuario llegan a las nueve de la mañana. Dejan sus mochilas o carteras en sus casilleros, se ponen las cotonas azules y comienzan a trabajar. A coser, a cortar, a pintar, a teñir, a pegar lentejuelas. A las 13:25 van a almorzar. Comen en un casino dispuesto para todos los técnicos, sastres, tramoyas e iluminadores. Regresan a las 14:05 y siguen cosiendo, cortando, pegando hasta las seis de la tarde para volver a sus casas. Hay períodos, como estos días por ejemplo, que trabajan los sábados –pagados como horas extra– pues deben terminar pronto la producción de El barbero de Sevilla. Todo minuto es valioso, si un cortador está atrasado un costurero menos atareado puede tomar su trabajo y ayuda a avanzar. Lo ideal es que todos sepan hacer todo, tal como cuenta Teresa: “Ahora hay dos cortadores: Marcelo y Oli. Los demás no cortan, la idea es que después igual vayan aprendiendo. Por ejemplo yo sé hacer de todo, entonces si alguien se atrasa pegando yo me pongo a pegar. Aquí, cuando la cortina se abre en el escenario, todo tiene que estar listo”.
El año pasado un acontecimiento entristeció a los trabajadores de sastrería, y todo el Teatro. Eduardo Tello murió en octubre de 2012 al caer a la línea del Metro en la estación Santa Ana. Él confeccionaba sombreros hace aproximadamente diez años. Al morir, estaban en medio de la producción de la ópera Don Giovanni. Pero, como dice Teresa, “la cortina debía abrirse”. Por suerte el diseñador invitado en ese entonces, Lucas Dalalpi, se armó de paciencia y consideración y –ante el incontenible llanto de todos los sastres– se puso él mismo a coser los sombreros. “Afortunadamente esa producción salió maravillosa. El mismo hecho de ver a Lucas cosiendo nos hizo despertar y seguir trabajando, pero fue horrible lo de Eduardo”, recuerda Imme.
Para una ópera o ballet, no solo importa el vestuario. Este debe ir acorde con el maquillaje y la iluminación. “Los de iluminación vienen a preguntarme por las telas y esas cosas para ver bien el tema del reflejo de la luz. Con el maquillaje, que lo veo yo, es lo mismo. Estas cosas se empiezan a corregir desde el ensayo pregeneral hasta el estreno. Aunque en realidad durante todos los espectáculos se van corrigiendo cosas”, dice Imme.
Todo lo puesto en escena debe ser presupuestado un año antes. En el caso de sastrería, sabiendo el programa de ballets y óperas del año próximo se hace un presupuesto para decir telas, aplicaciones y otros elementos que se van a necesitar. “La plata la van pasando de arriba y luego cada cosa extra que se necesite significa seis firmas: la de la Tere, la mía, luego la de Enrique Bordolini –director de todos los técnicos–, firma también el encargado de finanzas, después el director de cuerpos estables Andrés Rodríguez y al final Andrés Pinto, que es el director general del Teatro. Si te fijas, es bien burocrático el funcionamiento”, cuenta Imme.
Pero la sastrería no es solo lo que hay en el cuarto piso del edificio. Al cruzar el casino y camarines de los bailarines, hay una escalera que lleva al escenario. En el tercer piso, un taller justo detrás de la sala de maquillajes se oculta en medio del aire húmedo producto de las calderas para teñir telas. Al fondo, dos mesas llenas de plásticos, mostacillas, lentejuelas y pegamentos son usadas por dos hombres vestidos de negro. Uno de ellos es Felipe Mandiola.
Felipe confecciona accesorios y tocados para el pelo desde 1998, cuando tenía 25 años. Ahora está haciendo peinetas y tocados para la ópera Romeo y Julieta. “El barbero [de Sevilla] ya lo tengo listo”, dice Felipe indicando una caja con adornos para el pelo, tocados y prendedores. “Después de esto empiezo con Mayerling. Como es una producción nueva, a todos nosotros nos pasan una carpeta con una copia de los dibujos de Pablo, entonces él nos va diciendo qué colores tiene cada vestido, sombrero o accesorio. Mi tarea es buscarle la solución a los accesorios, para que sean funcionales”, cuenta Felipe mientras escucha una radio dedicada a la música rock.
Pablo tan solo hace un pequeño borrador de lo que será un adorno para el pelo o un collar, después Felipe se las ingenia para que los accesorios no molesten y acompañen adecuadamente al bailarín o al cantante. “Generalmente las cosas de ballet tienen que ser muy livianas, molestar lo mínimo de lo mínimo, porque el tipo tiene que bailar, ¿cachai? En cambio la ópera de repente es más estática y ahí puedes jugar y hacer cuestiones más pesadas”.
En sastrería, a fin de cuentas, pueden estar fabricándose tres producciones a la vez, tal como sucede ahora: algunos retocan los trajes de El barbero de Sevilla, Andrés y Felipe trabajan para los accesorios y sombreros de Romeo y Julieta y todo el equipo ya tiene sus carpetas con los diseños de Mayerling.
Al final del día todos los sastres se dirigen a sus casilleros, cuelgan sus delantales azules y salen por la puerta de San Antonio. Cuando hay presentaciones, más allá de la puerta suele haber gente esperando conseguir autógrafos de los artistas. Los trabajadores del taller de vestuario cruzan la puerta de vidrio, se despiden del portero y salen a la calle. Nadie los espera ni sabe que, de no ser por ellos, la puesta en escena no sería perfecta. Tal como los ratones costureros de La Cenicienta, el trabajo de sastrería es anónimo. No firman autógrafos ni reciben aplausos en una sala con el público de pie.
Sobre la autora: Valentina de Marval es alumna de segundo año de Periodismo y este artículo es parte de su trabajo en el curso Narración Escrita de No Ficción dictado por el profesor Javier Fuica.