El trabajo de restauración requiere de mucha ciencia, investigación y, al mismo tiempo, paciencia. Más allá de recuperar obras de arte, la misión de Fernando y Mario, aseguran, es conservar la memoria chilena.

Por Sol Park

Sus manos arrugadas agarran fuertemente un pañuelo mientras posa serenamente frente al artista. Está vestida de negro. Tal vez es viuda, o tal vez es demasiado vieja para usar otro color. Su cabello blanco no es lo único que demuestra su senilidad. Sus ojos también, hundidos y antiguos, que presenciaron el nacimiento y la muerte de los integrantes de su familia, el cambio de la ciudad, de su país y el paso del tiempo a su alrededor. En algún momento, esos ojos habrían brillado más que el broche en su cuello. Pero hay un tajo que atraviesa su ojo izquierdo que quita el resplandor de la memoria. Pasa lo mismo en el resto del cuadro: heridas, cortes, manchas de agua y decoloración. A pesar de los daños, la razón por la que todavía se mantiene –desde 1882–, es por el trabajo de uno de sus nietos. “Ella es una antepasada mía. Lo empecé a restaurar desde que estaba en la universidad, pero antes era como una servilleta”, dice Fernando Imas, conservador y restaurador de arte y de su historia.

Su casa es un pequeño laberinto de cuadros, estatuas, vasos chinos y fotografías de personas muertas. En cada mesita hay una bandeja de plata, libros del siglo 16, una caja adornada o estatuillas de ángeles. Allí, a sus 39 años, es donde trabaja Fernando, que junto a su compañero Mario Rojas, de 25, conforman la Sociedad Brügmann. Ellos reconstruyen no solo la historia de su familia, sino que la de buena parte de Chile y su legado inadvertido. A través de la restauración de arte y conservación de la información, homenajean el pasado y el patrimonio de la memoria chilena.

Fernando Imas y Mario Rojas conforman la Sociedad Brügmann.

Mario y Fernando son muy diferentes. El primero es un gran amante de la estructura y del espacio de las composiciones. Fernando es más sensible desde el ámbito simbólico-histórico de una obra. Sin embargo, ambos tienen un objetivo en común: luchar contra el tiempo que amenaza la vida de los cuadros. Son doctores que operan las heridas que los años causan en una obra de arte. Salvan del olvido aquellas creaciones que alguna vez habían alegrado, conmovido o impresionado a un observador.

Aún cuando la parte artística es importante en este oficio, lo científico tiene una amplia predominancia. Por eso toman muestras de la obra, observan las capas de colores a través de un microscopio, analizan químicamente sus componentes y hacen muestras de posibles combinaciones para un pigmento en específico. Todo este trabajo requiere una paciencia sólida por parte de los restauradores, pero fue lo que más le costó a Fernando Imas: “Yo, lo que menos tenía era paciencia. Quería agarrar un cuadro, pintarlo de nuevo y listo. Pero eso no se puede hacer. Algunas veces me tardo tres meses haciendo una cosa. Para mí eso ha sido muy estresante”.

Reparar un cuadro requiere mucha disciplina y perseverancia. En una ocasión tuvieron la oportunidad de restaurar dos obras contemporáneas de la artista chilena Elsa Bolívar, pintora que integró el famoso Grupo Rectángulo junto a Ramón Vergara Grez y Matilde Pérez, entre otros artistas. Los lienzos habían estado enrollados por más de diez años, por lo que –a pesar de que no habían problemas mayores en la pintura– tuvieron que esperar más de tres meses para trabajar sobre ellos. Debieron estirarlos lentamente para que la pintura no se resquebrajara, humedecerla y dejar la tela debajo de un peso para que no se enrollase nuevamente.

La paciencia fue algo que tuvieron que cultivar. “Al principio, cuando recién empezamos a trabajar, poníamos a estirar el cuadro y a los tres días ya estaba estirado. Ya, bacán y todo, pero no era suficiente. Estaba liso solo por el rato, pero con el tiempo y la humedad, la tela se vuelve a enrollar al tiro”, explica Fernando.

Los imprevistos son frecuentes en el oficio y el momento de mayor tensión de los colegas fue cuando arreglaron una gárgola del Palacio Elguín, construcción de fines del siglo 19 ubicada en la esquina de la Alameda con la avenida Brasil, en el centro de Santiago. Ellos no poseían ninguna información sobre el edificio que mezcla elementos arquitectónicos bizantinos, góticos y renacentistas, tampoco una fotografía de cómo era la gárgola originalmente. La única referencia que tenían era de su gárgola hermana, que estaba instalada justo al lado, pero que tampoco era de gran utilidad pues no era el mismo modelo.

Lo único que podían hacer era investigar acerca de la construcción de la época y suponer un prototipo de esa escultura que se adecuara al estilo del edificio. Tras todo el trabajo de restauración, un nuevo problema se presentó cuando quisieron instalar nuevamente la gárgola y descubrieron que el estuco y la malla de una restauración previa no soportarían su peso. Fue una gran desilusión para ambos, ya que todo lo que habían trabajado hasta ese momento no servía de nada, y además –calcularon– tardarían un mes más en encontrar otro mecanismo de anclaje. Fernando se preguntaba: “¿Servirá de verdad todo lo que hicimos hasta ahora? ¿Toda la plata invertida pagarle al escultor, qué hago con todo eso?”.

Pero la solución fue mucho más simple de lo que habían creído. Buscaron a maestros ancianos, que tienen conocimiento acerca de la estructura y materiales que se utilizan en edificios antiguos. Ellos les enseñaron las técnicas clásicas de la restauración de inmuebles. La clave estaba en intentar entender el sistema del palacio, acercarse al edificio con una mirada atenta a lo pasado.

El respeto por lo antiguo y comprender la importancia de su sabiduría y tradiciones, llevaron a que Mario y Fernando empezaran a trabajar con lo que ellos llaman la “conservación de la información”, que usualmente en Chile se pasa de largo. Se trata de buscar el origen, las causas, el contexto y antecedentes de algún acontecimiento histórico y registrar todos los detalles que estos conllevan. Para que en un futuro se respeten el sentido original, para que no dañen la obra aún más por un capricho o por ignorancia, para que los próximos restauradores no se enfrenten con los mismos problemas que ellos, y para que se pueda conocer o reconstruir la creación una vez que “ya sean polvo”.

Generalmente, cobran entre 300 mil y 2 millones por cada trabajo.

El trabajo de Fernando y Mario requiere de mucha investigación y, al mismo tiempo, paciencia. Como cuando estaban recolectando información para completar su libro Palacios al norte de la Alameda: el sueño del país americano. Horas y horas en el oscuro sótano de la Biblioteca Nacional viendo microfilms de bailes de Chile, hurgando universidades para encontrar viejos archivos y documentos de venta de propiedades, leyendo diarios o viendo fotografías. O saliendo a terreno, como detectives, en búsqueda de pistas que los llevarían a las evidencias históricas que necesitan para completar su trabajo: Casas antiguas donde todavía viven personas, álbumes de fotografías entregados por familias, testigos vivientes, hasta diarios personales.

Su trabajo los ha llevado a lugares que nunca hubieran imaginado que iban a entrar, como la Basílica del Salvador. Ubicado en la esquina de las calles Huérfanos y Almirante Barroso en el centro de Santiago, el templo hoy se encuentra en estado deplorable debido a los terremotos que afectaron a la zona central del país en 1985 y 2010. Los sismos partieron los muros y dejaron la parte interna destruida. A pesar de reparaciones parciales que se han llevado a cabo, la construcción sigue en peligro de derrumbe, por lo que está prohibida la entrada de visitantes. Pero los socios pudieron entrar y observar con ojos propios las ruinas del antiguo esplendor de la iglesia gótica más importante de Chile.

El oficio restaurador no genera muchos ingresos. Desde 300 mil pesos hasta 2 millones por meses –o años– de trabajo manual, además de alguna asesoría a una entidad gubernamental no cubren todo el esfuerzo que realizan para la conservación de la información. Sin embargo, Mario dice que es invaluable poder entrar en lugares en los que nadie más puede estar. “Son privilegios que no puedes tener si no trabajas en estas cosas. Esa emoción no tiene precio. No nos podrían pagar con plata lo que este trabajo significa para nosotros”.

Al ser pioneros en la conservación de información Mario y Fernando pasan por obstáculos constantemente. Se encuentran con lagunas de vacíos de datos, saltos en el tiempo, documentaciones que no se pueden verificar. Registros que nunca más se podrán recuperar. Pero no es una razón para rendirse, aseguran, sino para seguir adelante con más ímpetu: “Chile tiene un pasado que se tiene que recuperar. Somos lo que somos ahora porque tenemos una historia atrás. Como yo y mi familia. Yo llevo en mi ADN un pedazo de cada uno de mi familia, como todos los chilenos. Es por eso que trabajo en esto. Doy un tributo constante a mis antepasados”, dice Fernando.

Otras de las razones para insistir en esta labor es por el júbilo que ésta conlleva. Por ejemplo, cuentan, Fernando recibió de una amiga una pintura de Jesús que aparece sobre una pradera con un niño en sus brazos. Aunque el tiempo ha carcomido algunas partes de la tela, luego de una limpieza se pudo observar los colores claramente. Al comienzo pensaron que era una obra de la colonia, pero no tenían palmeras en el fondo, muy comunes en el estilo de esa época. Luego de investigar y mucha observación, ambos coincidieron en que se trataba de un cuadro sevillano de finales del 1500 o inicios del 1600. La posibilidad de haber trabajado en una pieza tan antigua hoy hace brillar los ojos de Fernando: “Para mí es increíble. Más allá de ser tuyo, es del mundo. Y restaurarlo, eso es heavy. Pero todavía no es el momento para meterle la mano. Quiero tener más experiencia”.

Lo más emocionante en la carrera de los restauradores son los momentos en que se enfrentan a descubrimientos insospechados. Cuando se dan cuenta de que una mancha de agua no lo era, sino una fuente que estaba tapada por la suciedad, o cuando los zapatos de obreros desenterrados de la salitrera Iris, de Iquique, eran, en realidad, de oficinistas o ejecutivos del más alto nivel socioeconómico.

La gárgola restaurada en el Palacio Elguín data de fines del siglo 19.

Cada vez que muestran algún cuadro, un portavela, o una carta que han restaurado, lo hacen con un amor y cariño de padre. Recuerdan las anécdotas que trajeron a sus vidas y cómo los han sensibilizado frente a los acontecimientos que parecen triviales, “pero fundamentales en la construcción del país”. Cada vez que tienen que devolver un álbum de fotografía se despiden llamando por sus nombres a cada una de las personas retratadas en él. Conocen su historia, cuáles fueron sus moradas, cómo vivieron en su época. Esas personas recobran vida cuando están en contacto con los restauradores. Ya no son un pedazo de papel. Son personajes, héroes, la historia que formó a Chile.

De esa forma fue cómo surgió una nueva pasión: comprar fotografías antiguas. Cada vez que van a ferias de antigüedades o al Persa Biobío buscan retratos de individuos y álbumes familiares completos. Son hombres y mujeres en blanco y negro o en sepia, vestidos elegantes para la ocasión. Estáticos y tiesos, posan con una mirada calma más allá de la cámara. Pero ahora ellos no tienen nombre y son vendidos por 120 pesos cada uno en una cuneta. Por eso Fernando y Mario sienten la necesidad de “salvarlos”.

En un rincón del cuarto piso de la Biblioteca Nacional está la sección del Archivo Fotográfico Digital. Adentro, los dos han montado una oficina improvisada, donde fluye el sonido de una radio francesa. Sin ventanas, no hay luz solar. Si hubiera estaría tapada por los estantes y las pilas de archivadores. No hay pinturas antiguas ni candelabros de plata, sino documentos y carteles de exposiciones de temporadas pasadas que abarrotan cada rincón. Tampoco hay pinceles o planchas especiales para cuadros. Pero en ese lugar la vida de los chilenos corrientes vuelve a ser escrita por ellos. Sus acontecimientos cotidianos que parecían triviales en esa época, se convierten en preciados eventos para los restauradores. Aquí, Fernando y Mario intentan que el pasado de Chile no se convierta en polvo.

Sobre la autora: Sol Park alumna de segundo año de Periodismo y este artículo es parte de su trabajo en el curso Narración Escrita de No Ficción dictado por el profesor Javier Fuica.