Ir al colegio por las noches, lesiones y, sobre todo, prejuicios fueron algunos de los obstáculo que Simón Hidalgo debió enfrentar para convertirse en miembro del Cuerpo de Baile del Ballet de Santiago.

Por Valentina de Marval

A los cinco años, Simón Hidalgo era de esa clase niños que animan bailando los eventos familiares. A fines de la década del 90, lo suyo era imitar a los protagonistas de los programas de talentos que reinaban en la televisión de entonces. Su madre, al observar ese impulso por bailar, llamó a distintas academias y escuelas preguntando por horarios y precios. Un día, cuando Simón tenía ocho años, Viviana Hernández, su madre, le anunció: “Vamos a ir a un lugar donde bailan”.

Un par de horas más tarde estaban en la estación Santa Lucía del metro. Subieron a la Alameda, caminaron hacia calle Moneda y entraron a la Escuela de Ballet del Teatro Municipal de Santiago. Simón no sabía dónde estaba. Él sólo obedecía a su madre, quien le puso una polera blanca, shorts negros ajustados y calcetines blancos. Luego de cambiarlo de ropa, lo llevó de la mano a una oficina donde estaba el director de la Escuela, un par de profesoras de ballet y una kinesióloga. Después de que lo observaron con detención, a Simón le pidieron que doblara la espalda hacia atrás, que estirara las piernas y le examinaron algunos huesos. A esas alturas, Simón seguía sin entender muy bien qué pasaba. Tras los exámenes, una profesora le anunció a la madre de Simón que pese a que el niño tenía una leve rigidez en su columna lo dejarían tomar clases en la Escuela. “A modo de prueba”, dijo.

Hoy, con sólo 20 años, y después de haber interpretado papeles tan importantes como Benvolio –en Romeo y Julieta– o Gremio –en el ballet La Fierecilla Domada–, Simón Hidalgo es una de las figuras más prometedoras del Cuerpo de Baile del Ballet de Santiago de Chile.

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El camino para convertirse en bailarín profesional del Teatro Municipal fue duro. “Mi infancia no existió porque pasaba casi todo el día en la escuela con gente mayor. No jugaba cartas ni tazos, tampoco a la pelota porque me podía pasar algo. Mi adolescencia, en cambio, fue diferente, porque compartí con gente de mi edad, y la viví. De hecho, aún la estoy viviendo, pero es una adolescencia muy madura, que ya se podría llamar adultez”, cuenta Simón, quien al comienzo de su carrera debió enfrentar los resquemores de su padre.

“Eso fue más que nada por ignorancia. Él no sabía de qué se trataba esto. Mi mamá, cuando me llevó a audicionar, lo hizo a escondidas de mi papá, y debo haber estado varias semanas en la escuela sin que él supiera”, recuerda Simón sentado en el casino del ballet, aún sudando por el ensayo que acaba de terminar.

Cuando su padre por fin supo, no se alegró con la noticia y sólo empezó a cambiar de parecer cuando vio a su hijo rendir uno de sus exámenes para pasar de nivel en la Escuela de Ballet, y quedó embobado por su talento natural.

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Tomar clases en la Escuela de ballet del Teatro Municipal desde niño significa dividir la vida en dos: la Escuela y el colegio convencional. Así, Simón pasó su infancia yendo de una sala llena de pupitres a otra con espejos y barras en las paredes; pasando del pantalón gris y camisa blanca por las mañanas a shorts negros apretados y zapatillas de media punta por las tardes. En un momento, eso sí, tuvo que priorizar: era el colegio o el ballet. Simón eligió las salas con espejos y barras, y comenzó un régimen escolar que lo obligaba a ir sólo a parte de la jornada escolar. De ese modo, cuando estudiaba en el colegio Bellavista, en La Florida, entraba a las 8 de la mañana y se iba tres horas antes de que terminaran las clases, a las 13:00 horas, para partir directo a la Escuela de Ballet del Teatro Municipal.

Después de tener un problema con una profesora de ciencias naturales, quien lo dejó en ridículo ante el curso por no manejar los contenidos de una prueba, Simón se cambió a un colegió en Ñuñoa donde duró un año. ¿La razón? –además de que sus compañeros lo molestaban por bailar ballet, diciéndole que usaba tutú y que era homosexual– fue que Patricio Gutiérrez, el director de la Escuela de Ballet, les dijo a los padres de Simón que necesitaba a su hijo todo el día practicando.

Desde entonces Simón comenzó a dar exámenes libres. Sin profesor particular, estudiaba con la ayuda de sus padres y su hermano mayor para las pruebas del Ministerio de Educación. De todos modos, él –y varios de sus compañeros– perdieron un año de estudio en 2007 debido a que durante las fechas de los exámenes libres se encontraba de gira junto al ballet. Por eso, Simón completó su escolaridad en un liceo que ofrecía “dos años en uno”. Entraba a las 7:30 de la tarde y salía casi a la medianoche, eso, claro está, cuando no tenía presentaciones por la noche.

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Para los bailarines del Teatro Municipal no hay título universitario. Aunque en general los hombres comienzan más tarde, Simón empezó a estudiar a los ocho años y hasta hoy ninguna institución educacional le ha entregado un diploma o título, pese a estar contratado desde los 16 años. “En Chile no hay ningún reconocimiento para nosotros. En otros países, este trabajo es reconocido por el Ministerio de Educación, aquí no. El Teatro Municipal, como la institución más importante dedicada a la danza en Chile, debería ser reconocido por el Mineduc”, dice Simón, quien para obtener un título tendría que estudiar “Intérprete en danza” o “Pedagogía en danza” durante cuatro o cinco años más. “Algunas personas cuentan con el título y no tienen las capacidades para enseñar o ser intérpretes. Da lata ver tanta gente con ese título, siendo que uno estudió desde los ocho años”, dice Simón, quien, además, cuenta con estudios de perfeccionamiento en una de las escuelas de ballet más importantes del mundo.

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Cuando Simón tenía 16 años fue becado para tomar clases en la Escuela de Ballet de Budapest por tres meses. Debido a eso, el 31 de diciembre de 2009 debía estar a las 21:00 horas en el aeropuerto de la capital de Hungría. Sin embargo, el mal tiempo del invierno europeo retrasó el vuelo hasta la 1:00 de la madrugada del 1 de enero. Simón no tenía cómo avisar su demora, por lo que cuando salió de policía internacional la persona de la Escuela de Ballet de Budapest encargada de recibirlo no estaba por ningún lado. El aeropuerto estaba vacío, todos debían estar celebrando el nuevo año en sus casas, pensó.

Simón vio a una mujer que aparentemente era guardia de seguridad y le mostró un papel con la dirección y el número telefónico de la familia que lo alojaría. Simón no hablaba inglés y menos húngaro, y sólo por intuición entendió que ella le indicó que debía subir a un taxi y mostrarle al conductor la dirección escrita en el papel. Entonces él salió, sintió el frío bajo cero en la cara, busco un taxi, subió a uno y le enseñó al conductor el papel.

Durante el viaje de media hora hasta su nuevo hogar, Simón sólo pensaba en cómo soportaría tres meses ese frío, sin su familia ni amigos. Al llegar a la casa, se sintió un poco más tranquilo. Le mostraron su habitación, que era todo el tercer piso de la construcción. Cuando lo dejaron solo para que acomodara con calma sus cosas, lloró.

A Simón le habían dicho que su familia húngara hablaba español, pero tan sólo al poner un pie en la casa se dio cuenta de que sólo el padre dominaba el idioma. Eso, de todos modos, no fue un obstáculo para que Simón dedicara todo su tiempo libre a estar con la familia.

Dos días después de llegar a Budapest, Clara, la encargada designada por la escuela, le enseñó el camino a sus nuevas salas de ensayo. Durante su estadía en la ciudad, Simón aprendió a desenvolverse solo, comunicándose con muecas y otros gestos. Lo más importante, recuerda hoy, fue enriqueció su técnica gracias al estilo estricto de la Escuela de Ballet de Budapest. “El maestro me tenía toda la clase en la mira, no me dejaba hacer nada incorrecto, me ayudó mucho. Tenía esos rasgos y mirada fría de húngaro, pero era muy simpático”, dice.

Mientras estaba allá, el 27 de febrero de 2010 fue el último terremoto en Chile. Como era habitual, ese día Simón despertó a las seis de la mañana para ir a la escuela. Pero antes de salir sonó el teléfono. Le avisaron que era una llamada para él desde Chile. Simón tomó el auricular y escuchó:

— Hijo, estamos todos bien no se preocupe — le dijo su padre.

— ¿Qué pasa? — preguntó Simón sin entender por qué su papá le decía eso.

— Todo, está todo en el suelo — le dijo su padre.

Cuando colgó, Simón prendió el computador para ver las noticias. De inmediato comprendió la magnitud del desastre y, además, que haber recibido la llamada había sido un milagro.

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El cuerpo de un bailarín es un mapa de lesiones y dolencias, y en el caso de Simón se puede trazar una línea de tiempo. En la escuela, Simón sufrió esguinces en ambos tobillos, luego en una mano y tuvo un desgarro en el isquiotibial que lo mantuvo sin bailar durante cuatro meses. Los doctores que atienden a los bailarines del Municipal en el Hospital del Trabajador no están acostumbrados a esta clase de accidentes laborales. Por eso, no es raro que les recomienden dos meses de reposo absoluto, sin saber que eso puede resultar perjudicial para el físico de los bailarines. Otras veces pasa que los doctores, simplemente, no logran determinar la lesión.
Tratando de ignorar sus dolores, los bailarines suelen seguir trabajando cuando están lesionados. Para esos trabajos es fundamental Roberto Saldivia, kinesiólogo del Teatro Municipal de Santiago con estudios en ballet, quien trata las lesiones a base de medicamentos y, sobre todo, masajes.

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Cuando Simón le cuenta a un desconocido sobre el recelo inicial de su padre, sus problemas para obtener la licenciatura de cuarto medio o sus lesiones porque él es bailarín clásico profesional, la mayoría de las veces, se deshace en explicaciones. “Los bailarines no usan zapatillas de punta”, explica, “sino unas de media punta y se paran sobre sus metatarsos”. “Tampoco usan tutú”, dice, “sólo lo usan las mujeres”.

Pero para Simón, con cada día que pasa, eso va dejando de ser un problema. En los doce años que lleva bailando, asegura, nunca se ha desencantado del ballet.

“Con la primera clase me empezó a gustar y nunca, lo juro que nunca, he pensado en hacer otra cosa. A mí me encanta bailar, y creo que pocos trabajadores logran sentirse así con su trabajo”, dice Simón sentado en el casino del ballet, mientras de fondo se escucha el piano que tocan en la sala de ensayo.

Sobre la autora: Valentina de Marval es alumna de segundo año de Periodismo y este artículo fue guiado por el editor general de Km Cero y profesor del curso Taller de Edición en Prensa Escrita, Rodrigo Cea.