Ellos llevan consigo un estigma que trascenderá a su vida escolar: haber estudiado en el liceo municipal más conflictivo de la población más violenta de Lo Espejo.

Por Hernán Melgarejo

Al July ese día lo esperaban afuera del liceo. Eran dos o tres jóvenes, en eso, hasta hoy, nadie se pone de acuerdo. Sí, en que lo estaban esperando en la puerta y que apenas salió comenzaron a increparlo. Era de noche, cerca de las once, cuando terminan las clases vespertinas del Liceo Cardenal José María Caro. Según testigos, los jóvenes que esperaban al July discutieron con él casi una hora. Pero, al final, eso ya no parecía una discusión. Eran empujones, casi una pelea. Entonces July intentó irse. Pero no pudo. Lo invitaron a pelear. Y, como de costumbre, July aceptó. Dos contra uno. O tres contra uno, en eso, hasta hoy, nadie se pone de acuerdo. De lo que sí hay certeza es que uno de los jóvenes enterró un lápiz bic en la garganta de July y que a los pocos minutos éste murió desangrado. Su animita hoy está frente al liceo donde estudiaba. Y donde también estudiaban sus asesinos.

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El 29 de noviembre pasado, las clases en el Liceo Cardenal José María Caro terminaron más temprano de lo habitual. Los profesores y administrativos estuvieron toda la semana planificando y ajustando los últimos detalles de lo que para ellos fue la ceremonia más importante del año: la graduación de los cuartos medios.

Cerca de la siete de la tarde de ese jueves, los alumnos que se iban a graduar esperaban junto a sus padres y familiares en la puerta del liceo, preparados para la ocasión con sus mejores vestidos o ternos. Algunos aprovechaban la espera para echar la talla en grupo, fumar algún cigarrillo o para sacarse fotos con sus amigos.

Eran 38 los alumnos que completaban su enseñanza media, a los que se les entregaría el diploma que acredita sus conocimientos en Administración o Mecánica Automotriz, las especialidades técnicas que imparte el liceo.

La mayoría de los alumnos no seguirá estudiando después de su graduación. No por flojos. No por vagos. Sino por razones que tienen su génesis en el barrio donde ellos nacieron y se criaron: la población José María Caro.

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A fines de los años 50 y principios de los 60, cerca de 160 mil familias sin hogar fueron desplazadas del centro de Santiago y ubicadas en el sector sur poniente de la capital. Así nacieron las distintas poblaciones de la comuna de Lo Espejo, entre ellas, la conflictiva y popular José María Caro.

“La Caro es donde nacen y mueren los choros. Da lo mismo quién eres. Si eres de La Caro, eres delincuente. Eso piensan todos”, dice Sergio Marambio, alumno de cuarto año medio del liceo y vecino de la población. Con cerca de 35.500 habitantes, en 2011 “La Caro” concentró más del 40 por ciento de las denuncias a Carabineros dentro de la comuna (donde viven 97.300 personas), y ha sido catalogada, por distintos gobiernos, como un“barrio crítico”. Un sector dominado por la violencia y el narcotráfico, donde se dice que desde la niñez se aprende que la única ley es la de la selva: sólo el más fuerte sobrevive.

“La otra vez pillé a mi mejor alumno de la clase con un sable bajo el pantalón. Le pregunté por qué andaba con eso, y me respondió que era para hacerse respetar. Porque, si no, lo cogoteaban”, dice Álvaro Alvear, profesor de historia en el liceo.

A la violencia del barrio, se suman otros factores como el hacinamiento en las casas y familias en las que abundan los casos de maltrato y de padres ausentes.

Todo eso, según varios profesores, repercute en el comportamiento de los estudiantes y en la visión que tienen de sí mismos.
“Hace unos meses cité al padre de un alumno que había sido sorprendido con marihuana en el patio. Cuando el papá llegó, me dijo: ‘Este cabro de mierda no aprende nada. Estuve siete años preso, su madre murió de sobredosis, y el pendejo insiste en fumar marihuana’”, cuenta la asistente social del liceo, Lorena de La Fuente.

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Padres e hijos caminaron por el patio hacia el gimnasio donde se celebraría la ceremonia de graduación. Pasaron por salas a medio terminar, por una plaza con algo de pasto y un par de árboles –que fue cerrada luego de que se descubriera que ahí se fumaba marihuana–, por una cancha de fútbol en la que nadie juega desde que los inspectores requisaron la pelota, y por un patio con pinos que los alumnos talaron como muestra de rebeldía. Todo rodeado por paredes altas y con rejas para que nadie se fugue.

“Los cabros son inteligentes, son muy pillos. El problema es que ocupan eso para ser maldadosos”, dijo el director Osvaldo Velásquez, quien agrega que fugarse no es la única regla que se transgrede a diario. Mientras hacía el mismo recorrido que los padres y los alumnos hacia el gimnasio, apuntó un mural pintado por los estudiantes que está junto a la cancha de fútbol, en el que está pintada una figura abstracta que representa pájaros con tres ojos y un zombie que grita a través de un gramófono: “chaucha, gamba, school”.
“Frente a ese mural se juntan a fumar marihuana”, explicó el director, “todos lo sabemos, no podemos hacernos los lesos”.

En los recreos o mientras capean clases, grupos de cinco, seis o siete alumnos van frente a ese mural y encienden sus papelillos. “Aquí todos fuman dos o tres veces al día. A veces en el mural, a veces en los baños, en todos lados en verdad. Los inspectores lo saben, pero no siempre te hacen algo”, dice Sebastián Jorquera, alumno de segundo año medio que reconoce haber fumado al interior del liceo.

Los cuatro inspectores que trabajan en el establecimiento coinciden en que ellos “no pueden hacer nada” para prohibir el consumo de drogas. Cuentan que se cerró la plaza, que han denunciado a alumnos, que han doblegado sus esfuerzos de vigilancia y que, por lo mismo, como retribución han recibido agresiones reiteradas. Los inspectores aseguran que el director no los apoya lo suficiente. “Acá no se toman medidas más severas. No me refiero a echar a los alumnos, sino a dar un castigo más ejemplar”, dice Guillermina Corales, una de las inspectoras del liceo.

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Dos alumnos pintan una pared como castigo impuesto por el director y, cuando éste se acerca para supervisar el trabajo, lo molestan amistosamente por su obesidad, su vejez, y amenazan con mancharlo con pintura. El director Velásquez ríe y los trata de “malillas”.
Osvaldo Velásquez cree que el liceo tiene un rol distinto al de los demás. Para él la educación municipal se ha convertido en el último escalafón del sistema educacional, el lugar donde van aquellos que no tienen otra oportunidad en la sociedad y que, por eso, según él, es preferible que vayan al liceo –“aunque sea a pintar”– a que se queden vagando en las calles.

“Yo discrepo totalmente”, dice la inspectora Corales. “¿De qué sirve tener un colegio lleno de alumnos si estos no hacen nada, no estudian, no entran a clases? Ahí fallamos nosotros. Fallamos justamente en nuestro principal rol: educar, hacerlos cambiar”, asegura.

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En 1986 la educación pública quedó en manos de los municipios y desde ese momento, acorde a cifras de la Asociación Chilena de Municipalidades, comenzó un rápido proceso de disminución en el número de matrículas de estos establecimientos, cercano al 2 por ciento anual. En Lo Espejo la educación municipal pasó de 12 mil alumnos a cerca de 5 mil en veinte años, y en el caso del Liceo Cardenal José María Caro, pasó de 1.500 a 178 en el mismo período.

El Magister en Educación y miembro del Colegio de Profesores Mario Aguilar explica que esto sucedió por la aparición de establecimientos particulares subvencionados, los que comenzaron a captar una mayor cantidad de estudiantes debido a su promesa de “que al pagar por un producto se obtiene una mejor calidad”.

“Esto provocó que los ricos terminaron estudiando con los ricos, y los pobres con los pobres. Entonces, estos últimos quedaron estigmatizados por estudiar en esos liceos que, aunque tienen resultados académicos similares a los de los particulares subvencionados, son socialmente muy mal vistos, y por ello sus alumnos son constantemente apartados del sistema”, dice Aguilar, quien ha escrito más de una decena de estudios sobre el tema.

Los alumnos están conscientes de la posición marginal que ocupan en la sociedad. “Acá llegan los echados, los más pobres. Pero a muchos les conviene eso, porque el liceo se transforma como en una fábrica de mano de obra barata. Por eso muchos compañeros ni se plantean el hecho de ser más que eso, porque si decís que saliste de acá se te cierran muchas puertas”, dice Agustín Torres, presidente del centro de alumnos del liceo, quien –como pocos– después de graduarse, quiere dar la PSU y estudiar ingeniería informática.

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Los alumnos entraron al gimnasio mientras de fondo sonaban versiones en quena de éxitos de los Los Beatles. Se ubicaron frente a una tarima, agrupados según las especialidades en las que se iban a graduar, y se sentaron en las sillas dispuestas para ellos.
“Se cierra una etapa, pero es el comienzo de otra”, dijo el director antes de empezar con la entrega de diplomas, que fue interrumpida por un interludio de danza folclórica y un homenaje a una funcionaria jubilada. Casi al final de la ceremonia, se entregó el premio “José María Caro”, reconocimiento dedicado al estudiante que mejor representa los valores de la institución: “el compañerismo, el esfuerzo, la responsabilidad…”, enumera el director.

La ceremonia terminó cuando oscurecía, a las nueve de la noche. En el patio, los padres compraban por cinco mil pesos fotografías de sus hijos con el título en sus manos, mientras los alumnos se abrazaban con sus compañeros.

Entre ellos estaba Daniel Cano, el joven que ganó el premio José María Caro, el premio a la excelencia académica y el diploma al mejor promedio de la generación. Con su 6,7 de promedio en la enseñanza media, y con un resultado regular en la PSU, Daniel podría optar a becas e ingresar a casi cualquier universidad. Pero él no estaba interesado en eso. “¿Universidad? Nunca lo he pensado. No creo que pueda llegar para allá”, dijo el recién graduado mientras sostenía sus tres galardones.

Sobre el autor: Hernán Melgarejo es alumno de tercer año de Periodismo y este artículo es parte de su trabajo en el curso Taller de Prensa Escrita, dictado por el profesor Sebastián Alaniz.