Los silencios de la injusticia
I
“Sí, él fue. Fue él, estoy segura”, dijo la testigo desde su asiento, apuntando con el dedo al joven de entonces 21 años que tenía sentado en frente, y vestía una camiseta blanca de Colo Colo. Cristian Rojas Galvani era acusado por un robo con homicidio ocurrido el miércoles 10 de diciembre de 2008. Seis meses después, en la sala del Séptimo Tribunal del Juicio Oral en Lo Penal de Santiago, había cerca de 30 personas esperando la sentencia del juez: los parientes de la víctima, los del acusado, los periodistas.
En la corrida de asientos atrás de Cristian y su defensor, su familia lo acompañaba en silencio mientras sus vecinos esperaban afuera de la sala, tranquilos, confiados. Era un día de calor, y la idea era que una vez terminado el juicio partirían juntos a un asado en la población La Legua, para celebrar que todo había terminado.
Pero el juez –basado en el testimonio de la única testigo de los hechos– encontró al joven culpable de los cargos que se le acusaban y lo condenó a 20 años de cárcel. En silencio, Cristian no podía creer lo que estaba pasando. Pensó que nunca saldría de ahí, que jamás volvería a su casa. Su familia reaccionó de forma inmediata al escuchar la sentencia alegando que él era inocente, que debía haber un error. Pero la condena estaba dictada y la prueba era concluyente: la testigo había ratificado frente al juez que Cristian era el homicida de su pareja.
— ¡Llora con ganas ahora, viejo de mierda! –le gritó, también llorando, la tía de Cristian al papá del joven asesinado, mientras los gendarmes retiraban al condenado de la sala.
Pasaron 19 meses antes de que se comprobara que todo había sido un error.
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II
“Súbase a mi cacharro”, dice el hombre de un metro cincuenta que espera junto a la estación de metro San Joaquín, a eso de las diez y media de la mañana de un día de agosto. Juan Rojas –48 años, jardinero– arrastra una pierna mientras camina hacia la puerta de su auto, un Ford Laser del 81 con la pintura descascarada casi por completo, y dos banderas de Chile instaladas a cada lado del parachoques. Viste una polera deportiva amarilla y ancha, y unos pantalones de buzo color morado. “A mi cabro me lo cargaron”, dice camino a su casa para buscar los documentos que tiene guardados del juicio de su hijo hace ya cinco años. Detiene el auto en un pasaje pequeño frente a la casa en la que vive con su pareja en la población La Legua, en la comuna de San Joaquín. Su esposa, la madre de sus cinco hijos, cuenta Juan, los dejó poco después de que naciera el último de ellos.
Cristian fue acusado de asesinar al estudiante de Bibliotecología de la Universidad Católica Rubén Pailamilla. Estuvo 575 días en la cárcel por error.
Del diario La Cuarta, Juan ha guardado todas las noticias relacionadas con la detención de Cristian. Los recortes muestran cada escrito y foto publicada desde el momento en que fue detenido en 2008, hasta mayo de 2010, cuando fue liberado tras comprobarse que fue identificado como el autor de un crimen que no cometió. Toma cada papel con la mano, resumiendo en sus palabras lo que la noticia cuenta. De tanto en tanto, partes de carabineros por infracciones a algunas de las leyes del tránsito se cuelan entre los recortes:
— ¡Y yo que venía buscando estas hace rato! –dice apartándolas sobre la mesa.
De regreso en el auto, Juan maneja hasta la casa en la que Cristian vive junto a dos de sus hermanos. Es su última parada antes de irse a trabajar con sus herramientas a “las villas más grandes de Vicuña Mackenna”. Del resto de sus hijos, él habla poco. El menor murió atropellado por un furgón escolar en la esquina de su pasaje, donde aún está –con flores secas– la animita que lo recuerda. Y, Abraham, de 26 años, es indigente hace tanto tiempo que su padre ya no recuerda cuánto.
En menos de diez minutos el auto llega a un pasaje de tierra con casas apretadas a cada lado y un quiosco en la esquina tapado en afiches de cervezas, dulces y helados, como si fueran la pintura que lo cubre. Juan baja del auto y llama a la puerta de la última casa, gritando el nombre de su hija mayor:
— ¡Valeriaaa!
Mira su reloj y dice:
— Van a ser las doce ya. ¡Cómo no van a estar despiertos!
Al poco rato sale un hombre alto, sin polera y en calzoncillos. Es Pepe, el esposo de Valeria.
— Pasa –dice mientras corretea a un perro pequeño que se cruza entre sus pies y la ropa tendida, que aparta con las manos–, el Cristian viene al tiro.
La casa de los hermanos Rojas es amplia, de concreto y cerámica blanca en el piso del comedor y el living. A cada lado de la mesa de centro se extienden dos pasillos largos con paredes de madera y suelo de cemento. Mientras Cristian habla, se aleja correteando las moscas que interrumpen su historia. A su espalda, una estantería de madera ocupa toda la pared, donde un equipo de música rojo y brillante –de parlantes grandes y siempre apagado– contrasta con la pared polvorienta.
Cristian Rojas, hoy de 27 años, fue identificado como el autor del asesinato de Rubén Pailamilla –de 30 años, estudiante de Bibliotecología en la Universidad Católica, en las afueras del campus San Joaquín el 10 de diciembre de 2008. Esa noche, al salir de su práctica profesional cerca de la medianoche, Pailamilla fue asaltado por dos hombres quienes le exigieron que entregara la mochila en la que llevaba su tesis final. Él se negó, desatando un forcejeo entre los tres que terminó cuando uno de los delincuentes lo hirió de muerte con varias puñaladas bajo la axila. Rubén murió en el lugar a los pocos minutos, a la vista de su pareja que lo acompañaba cuando ocurrió el asalto. Jéssica Fuentes se convirtió así en la única testigo de los hechos, y en pieza clave de la investigación.
Esa noche, Cristian tenía planeado ir al Estadio Nacional a trabajar en el montaje del escenario para el concierto de Madonna, que se realizaría dos días más tarde. Sus amigos le habían conseguido el trabajo para obtener algo de dinero extra. Él dijo que sí, que cuando terminara su turno en la bencinera Copec –de Vicuña Mackenna con Departamental– se iría para allá, pero a último momento cambió de opinión. Decidió irse a su casa a dormir, estaba cansado y se le había hecho más tarde de lo que esperaba. Se acostó y se durmió a los pocos minutos.
De haber ido al Estadio Nacional ese día, tal como le había prometido a sus amigos, todo habría sido distinto.
Seis días después de la muerte de Rubén, a eso de las siete de la tarde, llegó una camioneta de la Policía de Investigaciones al frente de la casa de Cristian, que está a poco más de cinco minutos a pie desde el campus San Joaquín.
— Me dijeron que fuéramos a dar una vuelta. Que íbamos y volvíamos, así que me subí al auto con ellos y no volví más –cuenta Cristian de pie, inquieto frente a la mesa del comedor en su casa.
El padre de Cristian aún guarda los recortes con todas las apariciones en la prensa de su hijo, desde que fue detenido en 2008 hasta su liberación en 2010.
Desde que nació ha vivido en ese lugar, donde su abuela paterna lo crió a él y sus hermanos mientras su padre trabajaba. Hoy es el lugar en el que vive junto a su hermano Juan de 28 años que sufre retardo mental, y la familia de Valeria, su hermana mayor de 29 que se hace cargo de ambos.
Hincha fanático de Colo Colo, Cristian mide un metro y 47 centímetros, tiene la piel morena y unos labios gruesos, que no ocultan la ausencia de su paleta izquierda. Habla rápido y sin articular lo que dice; pronuncia con dificultad las consonantes, torciendo la mandíbula. Los gestos que hace al hablar, marcan las múltiples cicatrices en su cara, una en la frente y otra en el mentón, las más notorias. Ambas son cortes de unos tres centímetros por choques en bicicleta que se hizo cuando niño: chocó contra un poste eléctrico en el pasaje, y luego contra un auto.
Mientras habla, se mantiene de pie y no deja de moverse. Dobla el brazo izquierdo y presiona el codo con la otra mano hacia el cuerpo, como estirando algún músculo antes de hacer ejercicio. Ese movimiento repetitivo deja ver la falta de uñas en su mano derecha; en su lugar solo hay piel seca.
Viste una camiseta deportiva negra y ancha, y pantalones de buzo. Baja la mirada constantemente a sus pies, o bien la fija en algún punto de la ventana que parece acomodarle. Es risueño, sonríe con picardía cada vez que dice algo que sabe puede acarrear más preguntas.
Al menor ruido de la calle deja la conversación a medias y se distrae. En mitad de la reconstrucción del accidente que provocó la muerte de su hermano, los ladridos de los perros callejeros lo llevan hacia la puerta a ver qué pasa. Al caminar, su espalda se curva y una de sus piernas se mueve con más trabajo que la otra, como haciendo notar el esfuerzo. Tal cual lo hace su padre.
De acuerdo con los datos que arrojó el peritaje físico y psicológico realizado por la Defensoría Penal Pública, Cristian tiene –además de “limitaciones intelectuales”– una enfermedad llamada onicoosteodisplasia hereditaria, también conocida como Síndrome de Roeckerath. Los doctores la definen como un mal congénito no asociado al género y muy poco frecuente, que consiste en múltiples anomalías o deformaciones en huesos y articulaciones. Las personas afectadas sufren de displasia en la pelvis, en las rodillas –lo que implica falta de rótulas– y en los codos, provocando el aumento excesivo del tamaño de la cabeza del antebrazo, hecho que limita su movimiento y extensión. Suele ir además acompañado de una distrofia ungueal; es decir, de uñas con deformaciones, en extremo sensibles o simplemente ausentes en pies y manos. La onicoosteodisplasia no tiene cura y empeora con el paso del tiempo.
Aunque en Chile no se conoce el porcentaje de la población que tiene esta enfermedad, estudios internacionales señalan que en un promedio global, la sufre una persona entre un millón. En el caso de Cristian este mal vendría de su abuela paterna, quien se lo habría transmitido a su padre, y él a sus hijos. Solo Valeria, la única mujer de la familia, no la padece.
La tarde en la que Cristian fue detenido no era la primera vez que tenía un encontrón con la Policía de Investigaciones. “El Volao”, como Valeria y sus vecinos le llaman, había sido abordado por la PDI por consumo de marihuana y pasta base desde sus 12 años. Pero jamás había estado preso, ni mucho menos acusado de herir a alguien.
— Cuando me subí a la camioneta me empezaron a pegar y a decirme que estaba acusado de robo con asesinato. Me decían que tenía que echarme la culpa o me cagaban.
Ese fue el primero de los 575 días que estuvo privado de libertad por error.
III
El de Cristian Rojas es uno de los 40 casos que forman parte de la iniciativa de la Defensoría Penal Pública (DPP), Proyecto Inocentes, que desde 2009 busca promover la discusión y perfeccionamiento del sistema judicial en el país.
En Chile, esta iniciativa es una adaptación de la experiencia que desde 1989 existe en Estados Unidos. The Innocence Project es una organización pública dedicada a exonerar a personas condenadas por error, principalmente a través de pruebas de ADN. A la fecha, se ha logrado demostrar la inocencia de 321 casos en ese país, salvando a 18 de ellos de la pena de muerte.
Con su sitio web lanzado oficialmente en 2013, Proyecto Inocentes en Chile pretende abrir el debate en torno a las fallas en los procesos de investigación judicial que –como en el de Cristian– llevan a que los jueces dicten sentencias equívocas, basados en pruebas, testigos o declaraciones falsas. Además, busca ser una herramienta que permita mostrar públicamente a las personas que fueron condenadas por error. La idea es lograr una reparación pública y devolver, en la medida de lo posible, la dignidad a aquellos que fueron injustamente acusados.
El éxito e impacto social que tuvo la idea original en Estados Unidos provocó que otros países siguieran el ejemplo. Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Inglaterra e Irlanda se sumaron a la red, y desde hace cinco años que ha logrado penetrar en América Latina. Hoy Argentina, Colombia, Costa Rica, México y Chile han adoptado el proyecto para combatir las falencias de sus sistemas de justicia.
La particularidad del caso chileno, es que se trabaja investigando solo causas cerradas en las cuales se demostró que la justicia ha cometido un error. El objetivo es identificar las debilidades que hubo durante el proceso. Corregir las sentencias ya dictadas –como sucede en Estados Unidos– es prácticamente imposible.
Reabrir casos para cambiar la condena, en Chile es un proceso lleno de trabas que impiden retomar las investigaciones. La evidencia de los casos es destruida una vez que se dicta la sentencia, ya que no existen ni los medios ni la infraestructura necesaria para preservarla. A esto se le suman los estrictos requisitos que existen para que el Tribunal o la Corte Suprema acepten los recursos de revisión, los que impiden que los defensores puedan acceder libremente a los documentos de cada caso para tener la posibilidad de demostrar errores en los procesos.
Un buen ejemplo de la complejidad y lo estricto que son los requisitos para que se acepte revisar los casos una vez hechas las condenas, es un estudio que se dedicó a investigar todos los fallos de revisión que fueron acogidos por la Corte Suprema entre enero de 2007 y abril de 2009: de las 229 acciones de revisión que fueron presentadas a la Corte Suprema, diez de ellas fueron aceptadas. El resto quedó en nada.
Por estos obstáculos, los defensores que participan del Proyecto Inocentes en Chile se dedican a investigar aquellas causas en las que el fiscal decida no perseverar; es decir, suspender la investigación por falta de pruebas que inculpen a la persona. También cuando se ha dictado sobreseimiento definitivo, cuando se cumple el plazo máximo de investigación –dos años– y los aspectos técnicos de las pruebas no son acordes a los requisitos formales; o bien, durante un juicio, cuando el juez dicta la absolución de la persona al presentarse pruebas que lo exculpen del cargo que se le acusa, declarando así su inocencia.
En el caso de Cristian, esta última opción fue la que le devolvió su libertad.
IV
— ¿Tú no conocías a Rubén?
— No poh. Cómo lo iba a matar, si yo ni conocía al loquito. Yo había visto las noticias no más.
— ¿Por qué crees que te vinieron a buscar a ti primero?
— Porque me querían echar la culpa. Como yo trabajaba en la bomba de bencina de allí cerca, y uno de los tiras me conocía de antes, me echaron la culpa no más. Yo he andado metido en hueás, pero nunca he matado a nadie. Ellos tenían que agarrar a alguien y me agarraron a mí.
De acuerdo con los estudios realizados por Mauricio Duce –abogado miembro del comité editorial del Proyecto Inocentes Chile y director del Programa de Reformas Procesales y Litigación de la Universidad Diego Portales–, la mayoría de las investigaciones en torno a cuán seguido falla la justicia pertenecen a países anglosajones, desde los cuales se tomó el modelo para instalar en 2000 la Reforma Procesal Penal en Chile.
En Chile no hay cifras que indiquen con qué frecuencia se condena a personas inocentes.
De ellos, Estados Unidos es el que presenta mayor información en esta materia. Aunque se desconoce el porcentaje exacto, The Innocence Project ha publicado investigaciones que plantean que entre 1989 y 2003 ha habido 340 casos exonerados en los que hubo error en la condena, de los cuales 245 fueron liberados gracias a las pruebas de ADN. Sin embargo, esta cifra representa solo los casos en los que se pudo demostrar el error, mientras que se desconoce el número real de personas que siguen privadas de libertad injustamente.
En sus estudios, Duce señala que ese porcentaje de error varía entre un uno por ciento desde las investigaciones más optimistas hasta un dos por ciento, las más escépticas, lo que se traduce entre 20 mil y 40 mil personas al año condenadas erróneamente en Estados Unidos.
En Inglaterra el tema también ha sido asumido con preocupación, provocando la creación de la Comisión de Revisión de Casos Criminales en 1991, que publicó un estudio que abarca desde 1997 hasta noviembre de 2012, y habla de cerca de 15 mil casos en los que se sospecha que hubo una equivocación en las condenas. Un fenómeno parecido se dio en Canadá, donde el Servicio de Persecución Penal –que cumple las mismas funciones que nuestro Ministerio Público– creó el Grupo de Trabajo de Prevención de Errores en el Sistema Judicial en 2002, que publicó una investigación en la que se identificaron los errores más comunes y se entregó una lista con indicaciones a seguir para evitar futuras condenas erróneas.
En Chile, en cambio, se desconocen cifras. No existen estudios que arrojen datos precisos de cuán seguido se condena a personas inocentes. Para Mauricio Duce, el tema de las sentencias equivocadas dentro del sistema judicial, no se ha planteado de manera abierta y masiva y, como consecuencia, tampoco a nivel social.
Por ahora, Proyecto Inocentes se limita a situar casos como el de Cristian en la agenda pública.
Proyecto Inocentes es la iniciativa que espera cambiar esta situación. Pretende legislar para que el Estado indemnice económicamente a las personas que pasan tiempo en la cárcel siendo inocentes. En Estados Unidos, por ejemplo, el Estado entrega cincuenta mil dólares -poco más de treinta millones de pesos- por cada año que se pasa en prisión injustamente. Se busca además modificar aquellos aspectos de la ley que entorpecen los procesos judiciales, como mejorar los protocolos de reconocimiento para generar un estándar que garantice realmente su legitimidad, hacer menos estrictos los requisitos de revisión de las causas, generar las condiciones necesarias para preservar la evidencia y así poder corroborar o corregir las condenas dudosas y elaborar un protocolo de acción de las policías para evitar el mal manejo de pruebas, entre otros.
Pero hasta el momento, en Chile estas son metas lejanas. Hoy las facultades del Proyecto Inocentes se reducen a ser una plataforma comunicacional y una incipiente apuesta en la apertura del debate a nivel nacional.
V
Desde el momento en que Cristian fue detenido por la PDI, nunca dejó de insistir en su inocencia. Después de varias horas de detención, y sin que existiera un registro formal de las actividades que realizó la policía durante este tiempo –como exige el protocolo–, le entregaron una hoja en la que confesaba haber sido el asesino; le dijeron que solo debía firmarla. “El Volao” llegó hasta segundo básico, por lo que no sabe leer ni escribir. Sin embargo, sí supo en ese momento que debía mantenerse firme en su verdad y no poner su nombre en la hoja, sin importar los beneficios que los detectives le prometieron si lo hacía.
— Yo no iba a pagar el pato de alguien más –dice chasqueando los dedos.
Claudio Aspé, abogado de la Defensoría Penal Pública, tomó el caso de Cristian luego de que el juez de garantía exigiera el abandono de la defensa privada que la familia Rojas Galvani había contratado. El juez estimó que el abogado no estaba haciendo el trabajo que correspondía. Pagaron 300 mil pesos por sus servicios y no se había hecho una sola gestión que apuntara a comprobar la inocencia de Cristian, sino que argumentaba solo para aminorar la pena, asumiendo la culpa. Luego de trabajar bajo esa línea argumentativa durante seis meses, se determinó que los derechos de defensa de Cristian y su presunción de inocencia no habían sido respetados, pasando así el caso a la Defensoría Penal Pública.
— El caso de Cristian estaba lleno de irregularidades. Ni la policía, ni la defensa, ni tampoco durante la investigación se cumplieron los estándares internacionales –comenta el defensor público.
Aunque los rasgos físicos de Cristian no coincidían con el retrato hablado, su fanatismo por Colo-Colo influyó en la condena.
Revisando el proceso de investigación del caso, la Defensoría Penal Pública encontró nuevas pruebas que lo exculpaban del cargo de asesinato, pero que se contradecían con aquellas que lo apuntaban de acuerdo a los datos que entregó la PDI. Luego de la muerte de Rubén, Jéssica Fuentes, la testigo, dio una descripción de la persona que hirió de muerte a su pareja con la que se elaboró un retrato hablado. En el bosquejo, la contextura física y la estatura no coincidían con las de Cristian. La persona que había asesinado al estudiante de la UC era tan alta como él, lo que se condice con el lugar en que fueron hechas las puñaladas.
Un metro con setenta. Eso medía Rubén Pailamilla. Casi treinta centímetros más que Cristian.
Según Claudio Aspé, este dato fue obviado por la PDI arbitrariamente, la que de forma paralela hizo averiguaciones en las poblaciones cercanas al campus San Joaquín. Allí les habrían dicho que al asesino le decían el “Colocolino”: el dato por el que llegaron a la casa de Cristian.
— Ya desde aquí, el procedimiento está mal hecho. Solo con partir de la base del dicho popular de que la mitad más uno de los chilenos son colocolinos, ese rumor no tiene peso –dice el defensor.
Pero con peso o no, con esa prueba Cristian fue detenido. Horas más tarde Jéssica fue citada por la PDI a identificar al sospechoso en una rueda de reconocimiento fotográfico, en la que lo indicó como el culpable de la muerte de Rubén.
VI
La condena por reconocimiento errado es una de las fallas más comunes en Chile y el mundo. Estudios internacionales sobre los procesos de identificación señalan que el nivel de estrés en el que se encuentra el testigo o víctima influye en lo que ellos creen saber, además de hacerles sentir la necesidad de encontrar a un culpable por la carga emocional de la situación. Estas condiciones son las que los expertos definen como variables internas; es decir, aquellas propias del testigo o víctima y que, por lo tanto, no pueden ser controladas por el sistema judicial. El punto central de ellas es que la memoria no es un elemento absolutamente confiable, sino todo lo contrario. Muchas veces la mente cambia lo que pasó en situaciones traumáticas, o bien, lo complementa con datos reunidos una vez ocurridos los hechos.
La fragilidad de la memoria es causante de que la condena por reconocimiento sea uno de los errores más comunes.
Uno de los casos de identificación errónea más emblemáticos en Estados Unidos es el de Larry Johnson, condenado a cadena perpetua en agosto de 1984 por violación y sodomía. Después de pasar 18 años en la cárcel se comprobó su inocencia.
En enero de 1984 en el estado de Misuri, una mujer fue atacada en su auto por un hombre con la cara cubierta que la amenazó con un cuchillo y la llevó a un callejón donde abusó sexualmente de ella por cerca de dos horas. Después del ataque, ella condujo a su casa e hizo la denuncia, describiendo a su agresor como un hombre de raza negra, de aspecto limpio y con la cabeza afeitada. Con estos datos, la policía elaboró un retrato hablado con el que se reunió una colección de fotos de posibles sospechosos.
De todos ellos, la víctima identificó a Larry Johnson como el culpable, lo que volvió a hacer en la rueda de reconocimiento posterior. Johnson fue así condenado a prisión de por vida, más 15 años por sodomía, que hasta 2003 aún era considerado un delito en todo el territorio estadounidense.
Insistiendo siempre en que era inocente y en que debía haber un error en el peritaje, Johnson contactó a The Innocence Project en 1995 para conseguir apoyo en la revisión de su condena y las pruebas biológicas que llevaron a ella. Luego de un proceso largo de investigación, el 30 de julio de 2002 se logró comprobar que la víctima había cometido un error al identificarlo. Hoy, es un hombre libre.
En la práctica no hay un registro sobre la forma en que se lleva a cabo una detención, pese a que es una exigencia.
Sumadas a las variables mencionadas que influyen en las víctimas a la hora de reconocer a su agresor, existen también otras externas, definidas como las condiciones que deben asegurar los distintos agentes del sistema , desde las policías hasta los mismos jueces, para hacer legítima la identificación. Por la presión que hay sobre quién debe reconocer al victimario, hay ciertos protocolos que se debe seguir para evitar que la persona se equivoque y señale a alguien inocente. En estos se especifica que se le debe aclarar al testigo o víctima que dentro de la rueda de reconocimiento puede que no esté la persona que buscan; que debe integrarse “falsos positivos”, personas que se sabe con certeza que no cometieron el delito con el objetivo de comprobar el estado emocional del testigo o víctima; que el grupo de personas que será exhibido debe tener características comunes; y, finalmente, debe haber un abogado presente para evitar posibles presiones por parte de la policía.
Sin embargo, desde la Defensoría local explican que, en la práctica, lo común es que estas exigencias no se respeten. No hay registros de cómo se llevan a cabo las detenciones ni tampoco los reconocimientos, a pesar de que los defensores suelen exigirlos. Como son los policías los encargados de realizar estos procedimientos, se desconoce si efectivamente cumplen con ellos, porque no registran ni lo que pasa, ni lo que hacen, desde que detienen a la persona hasta que llegan los abogados.
Ese fue el caso de Cristian Rojas. Ninguna de estas variables se tomó en cuenta a la hora de realizar el proceso de identificación.
Jéssica Fuentes fue enfrentada a una rueda de reconocimiento fotográfico de la que no se sabe con certeza ni cómo fue, ni cuántas personas estuvieron presentes. Solo se sabe que fueron 9 fotografías de hombres con rasgos físicos evidentemente diferentes que no concordaban con las características que ella había dado en su declaración oficial. No hubo abogados presentes, ni registros de lo ocurrido. Pero no se consideró jamás que ella podía estar en un error, que podría haber sido inducida por la policía, o que simplemente podría recordar mal lo que pasó.
— ¿Qué sentiste cuando leyeron tu sentencia?
— Eso es lo único que me acuerdo del juicio. Pensé que ya no salía más de ahí, que estaba cagao. Yo en el juicio la miraba [a Jessica] y pensaba “¿por qué me quiere cagar a mí?, ¿por qué me está echando la culpa?, ¿por qué sigue mintiendo si yo no he matado a nadie?”.
— ¿Perdiste la esperanza de que se comprobara que Jéssica estaba equivocada?
— Sí, cuando escuché que me estaban dando 20 años adentro, fue terrible (…). Estaba toda mi familia pa’ la caga, nadie la podía creer. Nadie la podía creer.
VII
Dentro de la Cárcel Santiago 1, Cristian estaba en el módulo o torre 26, en el cuarto piso. Su celda medía cerca de nueve metros cuadrados, tal como él muestra marcando con pasos grandes desde un extremo de la mesa de su casa hasta la estantería. “Era de este tamaño”, dice dibujando un cuadrado en al aire con sus manos. Allí solo había una cama y un baño.
El Marco Antonio, así le pusieron cuando llegó a su torre. No sabe por qué, pero de esa manera se hizo conocido para el resto de los presos e incluso entre los gendarmes. Logró generar relaciones cercanas con varios internos. Hay con quienes incluso se sigue viendo hasta el día de hoy. Ellos cumplieron sus condenas y mantuvieron su amistad con Cristian fuera de las rejas.
En los tres primeros pisos de su torre los internos debían compartir las celdas, pero cuando Cristian llegó, pidió expresamente no tener que compartir la suya. Habló con el director y le explicó que no le gustaba vivir con gente, que quería estar solo. Que por favor quería estar solo. Así sin más le asignaron la celda 84 del cuarto piso, donde pasó los 19 meses que estuvo privado de libertad. Ese lugar de tres por tres metros se transformó en su nueva casa.
“Los gendarmes adentro te pegaban feo. Cuando los locos se portaban mal, cargaban con cualquier persona y le pegaban sus lumazos. Te dejaban el golpe marcao con esos palos”.
Con los codos apoyados en las rodillas y mirando hacia el frente, Cristian cuenta que hubo varios momentos difíciles, pero el que más recuerda fue la madrugada del 27 de febrero de 2010. Había sido una noche como cualquier otra, y estaba durmiendo cuando empezó el terremoto. Por la altura en la que se encontraba, podía ver cómo la torre se movía completa de un lado para otro, pero las rejas seguían cerradas.
— Yo solo me arrodillé en el piso y lloraba: ¡“Señor, por qué me tiene que estar pasando esto, por qué llegué a este extremo!”.
Valeria, su hermana, iba todas las semanas a verlo a la cárcel, pero esa vez fue cuando quería con más urgencia hablar con él y saber que estaba bien.
— Gracias a Dios, así fue –dice ella sentada en el sillón de su casa mientras peina a su hija menor para llevarla al colegio.
Se levantaba a las seis de la mañana para ir a dejarle a Cristian jabones y otros artículos de aseo; hasta un televisor pequeño le llevó una vez. Cada interno tenía dos horas de visita diariamente, de tres a cinco de la tarde, pero luego de las largas filas de espera para llegar a la puerta, Valeria lograba entrar ya cerca de las cuatro. Daba el nombre de su hermano para que un gendarme lo mandara a llamar. Poco más de una hora después, debía irse.
Los lumazos de los gendarmes. Eso es lo otro que Cristian recuerda con facilidad al volver a hablar de los días en que estuvo preso. Era uno de los pocos internos tranquilos, asegura, pero sí sabía cómo defenderse. Aún así, trataba siempre de dar los menos problemas posibles, para evitar las consecuencias. Pero, eso no lo dejó fuera de los conflictos que se desataban entre los internos y sus vigilantes.
— Los gendarmes adentro te pegaban feo. Cuando los locos se portaban mal, cargaban con cualquier persona y le pegaban sus lumazos. Te dejaban el golpe marcao con esos palos (…). Como cinco veces me pesqué a combos. A veces los hueones se me acoplaban y entre todos me querían pegar. Y ahí me defendían los gendarmes. “No le peguen al Marco Antonio”, les gritaban y los inmovilizaban –cuenta Cristian imitando una voz grave y haciendo el gesto con las dos manos de pegarle a alguien con un fierro.
Hoy, casi cinco años después de haber dejado Santiago 1, aún sueña con esos días en la celda 84.
VIII
Entre recuerdo y recuerdo, algo hace a Cristian volver a sonreír como suele hacerlo al hablar de algo que puede traerle preguntas incómodas. Cambia la expresión de su cara y sube el tono de su voz para contar que apenas llegó a la cárcel, fue acogido y protegido por integrantes de la Garra Blanca. Ellos fueron sus amigos adentro, las mismas personas que conocía desde los 13 años, cuando aún soñaba con ser un jugador de futbol profesional. “El Colocolino” pasaba más tiempo en el Estadio Monumental que en su casa.
Entonces las drogas, dice, eran parte de su vida. Había probado de todo, pero la pasta base y la marihuana fueron las que se quedaron con él. Se hizo así conocido como drogadicto en el sector y en su trabajo como cuidador de autos en el Pronto Copec de Departamental. Esta fue otra de las razones, dice Cristian, por las que él tenía malas relaciones con efectivos de la Policía de Investigaciones, que de tanto en tanto llegaban a él por su adicción a la pasta base. Hoy, dice, solo consume marihuana.
— ¿Cuánta plata gastas en ella?
— Unas 100 luquitas mensuales (…). No, si no me piteo tanto. Ya no tanto. Algo para estar contento todo el día, no más.
El fenómeno de visión de túnel ocurre cuando se sigue una sola línea de investigación, descartando otras opciones.
La pasta base en cambio, asegura, la dejó definitivamente. Para él, el consumo de esta droga fue lo que lo condenó. Fue la razón por la que enfrentó conflictos con la PDI durante años, y esos roces llevaron a los tiras a su casa para culparlo.
— Después de 19 meses dejé de consumir. Me acostumbré. Cuando salí, los cabros me venían a buscar pero no, no pasa nada. Ya ni ahí. Si estuve privado de libertad injustamente por esa hueá, ¿adónde que voy a volver ahora?
“Mala conducta de agentes de Estado”. Ese es el nombre con el que Proyecto Inocentes en Chile clasifica casos como el de Cristian, en los cuales se producen distintas acciones que entorpecen la investigación y, por lo tanto, perjudican directamente la condena. En particular, estas negligencias se observan en mayor número en las policías, ya que sus efectivos son los primeros en enfrentarse a las pruebas, testigos, víctimas y sospechosos, luego de que se produce un delito.
En el caso de Cristian, la gestión que realizó la Policía de Investigaciones tuvo una gran incidencia en la condena dictada por el juez, ya que presentó la principal prueba para la sentencia: el reconocimiento fotográfico.
Francisca Werth, coordinadora del Proyecto Inocentes, habla de un fenómeno conocido como “visión de túnel”, que se da cuando los funcionarios asumen desde el comienzo una sola línea investigativa y descartan otras posibilidades, convencidos de que están en lo cierto. Eso fue justamente lo que ocurrió con el caso Rojas Galvani.
Otros sospechosos cuya descripción sí coincidía con la entregada por la testigo, nunca fueron interrogados.
Luego de que la Defensoría se hizo cargo de su caso, en la carpeta de investigación encontraron información de que el OS9 de Carabineros tenía otros dos sospechosos que vivían en El Pinar, una población cercana a la de Cristian. Ambos tenían características físicas que sí concordaban con las entregadas por Jéssica en su declaración inicial: medían cerca de un metro con setenta, tenían una contextura gruesa, cara ovalada y espalda ancha. Uno de ellos, además tenía antecedentes por robo con violencia. Pero más allá de tener sus nombres de pila y sus fotos adjuntas en la carpeta, nunca fueron interrogados por la PDI ni tampoco presentados como pruebas que exculparan a Cristian de lo que se le acusaba.
Los datos de estos dos nuevos sospechosos fueron entregados por personas del círculo cercano de Cristian, amigos y vecinos de la población, por lo que la Fiscalía descartó esa línea de investigación, al considerarla poco pertinente. Durante los primeros meses en que Rojas Galvani estuvo preso, la PDI recibió varias llamadas telefónicas anónimas que entregaban datos de estos dos sujetos, y los señalaban como los verdaderos asesinos de Rubén Pailamilla. Pero una vez que se comprobó de dónde venían estas llamadas, la información fue apartada de la investigación.
Al día de hoy, el caso se encuentra cerrado y sin culpables tras la absolución del único sospechoso.
IX
— ¿Qué hora es? –pregunta Cristian de improviso.
— Las tres, ¿a qué hora vuelves a trabajar?
— A las cuatro. A esa hora llega el jefe así que a esa hora tengo que estar ahí nomás. Él es relajao, es tranquilo conmigo.
Cristian trabaja como dependiente en el almacén de la esquina de su pasaje. Su vecino lo contrató luego de que salió de la cárcel. Aceptó sin pensarlo mucho, porque era una buena oportunidad para ganar plata estando cerca de su casa y su familia. Su tarea es atender a quienes lleguen y cuidar el local. No maneja plata, no sabe cómo hacerlo. Trabaja de lunes a sábado y entra a las diez y media de la mañana. Tiene colación de una a cuatro de la tarde, hora en que vuelve siempre a comer con su hermana y dormir la siesta. A eso de las siete, su trabajo termina.
Cristian recibe una pensión de invalidez del Estado y gana 20 mil pesos a la semana ayudando en un almacén.
— ¿Ve?, relajao –dice riendo otra vez.
Aparte de los 20 mil pesos que gana semanalmente en el almacén, todos los meses recibe además 80 mil pesos por discapacidad, ya que el Estado considera que tiene un 70 por ciento de invalidez. Con su hermano Juan ocurre lo mismo. Ambos le entregan a Valeria 30 mil pesos cada mes para ayudarla con la mercadería de la casa y el gas.
— Con el resto de la plata que gana no podemos contar, porque él se la vacila. Fiestas, copete, pitos (…). Esa es su plata –dice Valeria haciendo hincapié en el “su plata”.
Cuando sale del trabajo queda libre para hacer lo que él quiera. A veces va a jugar a la pelota o a trotar por Vicuña Mackenna, pero como él mismo dice, eso es prácticamente “una vez a las 500”. Lo que sí hace la mayoría de las noches es salir al pasaje y juntarse con sus amigos. Cuando están todos llegan a ser más de treinta. Escuchan reggaeton, cantan y toman alcohol hasta que amanece. A veces se arman peleas. Poco menos de una semana atrás, cuenta Cristian, se peleó con un grupo de la otra población.
— Volá de curao –explica.
Para Valeria no todo es tan simple como su hermano lo cuenta. Piensa que él no está aprovechando la segunda oportunidad que le dieron. Lo cuida y se hace cargo de él y de Juan, como si fueran sus propios hijos, pero a menudo ella siente que ambos se aprovechan del papel de mamá que tuvo que asumir. De todos modos, lo que más le preocupa es que sus hermanos terminen solos. Valeria sabe que el caso de Juan es distinto. Su discapacidad mental lo limita de mayor forma, pero él es tranquilo, dice, y sabe quién es la que manda en la casa. Su preocupación más importante es Cristian, que él no encuentre un trabajo ni una mujer con la que pueda formar una familia, y ella deba cuidarlo siempre.
Valeria tiene miedo de que su hermano nunca llegue a ser independiente.
— ¡¿Cómo va a llegar a los cuarenta y que la hermana le siga dando plata?! –pregunta Valeria casi gritando, con los ojos bien abiertos fijos en mí.
— No, ni cagando –responde Cristian desde su silla en el comedor, con la cabeza gacha entre las manos restregándose el pelo que acaba de mojarse por el calor. Con la mirada hacia el suelo, hace tiritar la pierna izquierda.
— A mí me gustaría que fuera otro, que aprovechara la segunda oportunidad que Dios le dio. ¡Me gustaría que trabajara, si él puede trabajar! Él no tiene que estar todo el día echado o salir a la noche a pararse en la esquina, y que me vengan a reclamar que se porta mal. No anda cogoteando, ¡¡¡pero se porta mal!!! Es atrevido con la gente. Da jugo tomando, anda gritando y cantando la canción del Colo Colo, y la gente me viene a decir a mí.
— Ya nah que ver. No hablís hueás –vuelve a responder él, esta vez mirando fijamente a su hermana a la cara, con el ceño fruncido y la pierna quieta.
— ¿Cuándo va a tener una familia así? Yo sé que él no la va a tener nunca –dice Valeria.
— Sí voy a tener una familia — responde Cristian otra vez mirando el suelo de cemento, bajando el tono de su voz llegando casi a apagarlo.
— Para mí, ellos están solos poh –dice Valeria levantando los hombros y dejándolos caer al segundo, en el mismo momento en que Cristian se para de la silla y sale al patio sin decir nada más.
Son las cuatro, debe volver trabajar.
X
Las líneas que se podía seguir para comprobar la inocencia de Cristian poco a poco se fueron esfumando: no había otros sospechosos, tampoco él tenía una coartada, la PDI mantenía sus pruebas y la testigo seguía sosteniendo que el culpable del asesinato era él. La única carta por la que podía apostar la defensa de Cristian era la prueba que lo tenía condenado: la rueda de reconocimiento.
Para el abogado Claudio Aspé, esta era la solución, y tuvo que serla desde el primer momento. Él debía demostrar, de alguna u otra manera, que ese reconocimiento fue mal ejecutado, y que por esa negligencia Jéssica fue inducida a señalar a Cristian como el culpable.
— ¿Con cuánta frecuencia se ha visto enfrentado a esa situación como abogado?
— Muchas veces. La verdad es que la justicia se equivoca todos los días –responde el defensor.
En la interrogación, la testigo no fue capaz de describir rasgos físicos evidentes de Cristian.
La prueba principal que mantuvo a Cristian tras las rejas no se realizó acorde a los estándares requeridos por la Defensoría Penal Pública, y eso indujo al error de la testigo. El primer paso, entonces, fue solicitar que se realizara un nuevo juicio en el que se desestimara –por ilegítimo– el reconocimiento fotográfico inicial, el que se realizó en la comisaría una semana después de la muerte de Rubén.
La solicitud de nulidad fue aceptada por el tribunal que declaró la ilegalidad del reconocimiento, y convocó a un tercer juicio oral para el caso Rojas Galvani. Era lunes 31 de mayo de 2010, día del último encuentro entre Cristian, Jéssica Fuentes, y la familia de Rubén ante la justicia. En esta oportunidad, tanto el reconocimiento fotográfico como las declaraciones de la testigo indicando a Cristian como el culpable debían quedar excluidos del juicio por dictamen del tribunal. No obstante, la fiscalía llamó a Jéssica a declarar.
La tensión se respiraba en la sala, Cristian estaba cada vez más y más nervioso. Jéssica mantuvo su declaración y el fiscal fue enfático en recalcar la seguridad que ella demostraba al hablar. Pero, para el defensor, esa era la oportunidad para probar que la testigo estaba equivocada.
En lugar de presentar alegatos al juez por estar tomando en cuenta nuevamente las declaraciones de la testigo, a pesar de la nulidad, el defensor dejó que el fiscal hiciera su trabajo con ella. Cuando llegó su turno de interrogarla, dio un giro determinante a la historia. Con cada pregunta que hacía, Claudio Aspé demostró que la testigo no era capaz de describir rasgos físicos de Cristian que eran evidentes al mirarlo por primera vez. Características que eran distintivas, claves. No supo hablar de su altura, ni de su piel morena, ni mucho menos de algunas de las deformaciones que tiene en brazos y piernas. Debía, entonces, haber un error.
Al escuchar las constantes contradicciones en la declaración de la testigo, en particular con los datos que había arrojado la autopsia de Rubén, el tribunal resolvió absolver a Cristian de los cargos. Fue una decisión unánime: inocente. Cristian Alejandro Rojas Galvani estaba libre.
Dos días después de salir de la cárcel, Cristian fue al Monumental a ver a Colo-Colo.
Su familia y vecinos por fin podían celebrar, y él podría dormir en su cama, comer en su casa y ver a sus hermanos.
Lo primero que cruzó la cabeza de Cristian en ese momento fue que ahora, en libertad, podría ir al estadio. Estaba decidido a volver al Monumental lo antes posible y ver jugar a Colo Colo, como no lo hacía desde hace más de un año y medio.
Dos días después de que salió de Santiago 1, pudo hacerlo. Los dirigentes del club, quienes conocían a Cristian de los días en que seguía al equipo por todo Chile, le regalaron una entrada para que viera nuevamente al club sobre el pasto del Monumental. Para su sorpresa, había periodistas esperándolo. Sin saberlo, su caso se había hecho conocido y ahora él era un personaje de interés para los medios.
En la tribuna se reencontró con hinchas del equipo, quienes le dieron una bienvenida afectuosa al bajar por las escalinatas. Cristian esperaba ver el partido solo y calmado, pero una vez que sonó el pitazo inicial, recuerda, se transformó en un fanático más.
Esa tarde Colo Colo enfrentó a Cobresal, y ganó por dos goles contra uno.
— Fueron goles de Arturo Sanhueza y Felipe Flores. Se sintió bonito ese día, porque lo único que quería yo era volver a ver al Colo, y ese día, el Colo ganó.
Ese día, dice Cristian, se fue contento a su casa. Ese día.
Sobre la autora: Javiera Yáñez es alumna de cuarto año de Periodismo y este reportaje es parte de su trabajo en el curso Taller de Crónica, dictado por el profesor Gonzalo Saavedra. El reportaje es uno de los cuatro finalistas del Premio Periodismo de Excelencia Universitario 2014.